CAPÍTULO 1
El recuerdo terrible de Villa Basura, deliberadamente incendiada para
expulsar con el fuego a su indefenso vecindario, era un temor siempre agazapado
en el corazón de los pobladores de Villa Miseria. La noticia de aquella gran
operación ganada por la crueldad, no publicada por diario alguno, corría no
obstante como un buscapiés maligno. Y en todos los barrios de las latas, que
forman costras en la piel del Gran Buenos Aires, supieron desde entonces que en
cualquier momento podían ser corridos de sus casuchas como ratas. Durante un
tiempo velaron guardias nocturnas en Villa Miseria, para no ser sorprendidos.
Nada ocurrió, en muchos meses. Pero una madrugada desperté el barrio en medio
del amenazante y confuso rumor de voces de mando y ladridos de perro, entre
gritos de intimidación y de alarma. Hombres y mujeres, sobresaltados, mal
despiertos y a medio vestir, sintieron la angustia de ser, ellos y sus
familias, el objeto mismo del ataque. Cada vivienda era un hogar. Seria
dispersado al viento entre llamas y humareda. Las linternas, las cabezotas de
los perros, aparecieron en la entrada de los ranchos abiertos. Las puertas
cerradas eran sacudidas a golpes y patadas. Se alzó entonces un enorme clamor,
proyectado de casa en casa. Los mismos policías estremecieron ante ese bramido
de desesperación de todo el barrio. Pero no venían a incendiarlo. En esa hora
incierta anunciaron sucesivamente su detención de unos setenta habitantes del
barrio, sin que se supiese por qué elegían a unos y dejaban libres a otros. Los
condujeron a la calle, agrupándolos en la vereda. Los que preguntaron por la
razón del arresto, solo obtuvieron una respuesta de silencio, empujones y
amenazas. Eran las cuatro de la mañana cuando la derrotada columna empezó a
marchar en dirección a la comisaria, a pocas cuadras de allí. Cruzaron un paso
a nivel. Iban resignados, y con un fondo de temor, no por ellos, sino por los
que quedaban, por su gente, por el barrio mismo. Seguía siendo noche cerrada
cuando con voces autoritarias, los ubicaron en una galería trasera del viejo
edificio policial.
Lejano parecía lo que fue para ellos un acontecimiento el día anterior,
pocas horas antes. En su mayoría estaban libres porque era feriado, y casi todos
desfilaron por la casa de Aureliano Gómez, oficialmente inaugurada. El
enfermero era hombre optimista y sin dejarse impresionar por algunas burlas y
por la falta evidente de futuro, se hizo construir una vivienda con ciertas
comodidades que allí parecían lujos fastuosos. Era de ladrillo, material poco
usado en ese mundo de madera y lata. Un poco en broma, decían que tenía tres
piezas, pues si en realidad era una construcción baja y cerrada como choza de
esquimal, tenía suficiente amplitud como para marcar en ella tres ambientes. Al
pasar la puerta se entraba a un pequeño sector que correspondía a una salita de
recibo, aunque no era más que un rincón en el que solo cabían una silla y una
mesita con la radio. Sin separación, el dormitorio, de cuyo techo colgaba a la
altura de la cabeza una vieja araña de luces, con tulipas de vidrio. Era allí
una coquetería y un alarde. Del dormitorio, se pasaba a una especie de “hall”
interno con piso de tierra al que se abrían la cocina y el baño, el único baño
interno de toda la Villa, que evitaba a esa privilegiada familia el salir a la
intemperie para usarlo. Claro que el agua debían ir a buscarla a la bomba, como
todos. Pero tenía su propio pozo ciego. Y su losa blanca, allí donde solo
existía un agujero y la arpillera que lo rodeaba simbolizaba el progreso
recorrido por la humanidad en el camino do la higiene y del confort pero
también en el del decoro, pues protegía al individuo, atenuando ciertas
imágenes de su animalidad. Era, en el lugar, un deslumbramiento. Pero ahora en
la Comisaria el recuerdo del día anterior solo les hacía pensar en la
inutilidad de cualquier esfuerzo.
— ¿Qué le está causando gracia, don Gómez? —le preguntó Pastor.
— ¿Me río de las ganas que tengo de tomar mate —dijo.
Pasaban las horas y aún ignoraban por qué los habían traído. Fluctuaban
entre la indignación y una resignada pasividad, y entre una y otra reaparecía
el temor de que en ese momento estuviesen prendiendo fuego a sus viviendas. A
media mañana los arrearon hasta una habitación, en la que fueron entrando hasta
que no hubo espacio para uno más. Veinte debieron quedar en la galería.
Creyeron que iban a conocer por fin las causas de la detención, aproximándose
así a la libertad, pero allí amontonados tuvieron tiempo de rumiar nuevas conjeturas.
Se escuché un quejido y advirtió el enfermero que el rostro pardo de Evelio-
quedaba descolorido en una palidez verdosa. El lugar era cerrado y sin
ventilación y también otros empezaron a sofocarse, contagiando su alarma y su angustia
a los demás: Godoy indico una ventana clausurada que él mismo hizo saltar.
Esperaban castigo, inciertos peligroso de alguna índole desconocida,
por lo menos un interrogatorio, pero nada sucedió. La misma seguridad de que la
razón estaba de su parte, los domesticaba, manteniéndolos en su fatalismo de
siempre. Se aclararía el error y quedarían libres. La injusticia era parte de
su normalidad. Fabián Ayala, cuya palabra era escuchada, había opinado que era
preferible evitar una protesta ruidosa. Su tranquilidad contribuyó a mantener
en calma a los demás. Aureliano, que exigió su libertad, pues debía tomar servicio
en el Sanatorio donde trabajaba, nada obtuvo, tampoco, de su tono apremiante.
Quedé establecida la primera comunicación cuando convencieron a un
vigilante para que les consiguiera pan y fiambre. Y pudieron encender cigarrillos
llegados por la misma vía. La escasa comida sirvió al menos para distraerlos.
Ayala, al mirar el reloj, comentó:
— Son las diez de la mañana. Va a hacer seis horas que estamos aquí.
—No se ve nadie —dijo uno que volvió del baño.
Ignoraban que en ese momento todo el personal de la Comisaria constaba
de tres hombres, un auxiliar, un cabo y un agente, pues los demás actuaban
afuera. Escucharon el estampido distante de una bomba y esperaron otro, pues
con dos convocaban en el lugar a los bomberos voluntarios. Aún temían que el
barrio fuese incendiado. Pero no se repitió. Frenético, Aureliano provocó
entonces un escándalo, explicando a gritos al agente que su sanatorio atendía
los servicios sociales de varios Sindicatos y le recalco que al Comisario le
interesaría saberlo. Le permitieron hablar por teléfono y, enterado el gerente
del Sanatorio, prometió mover las debidas influencias y venir, además,
personalmente. Llegó a las 11, y obtuvo la libertad del enfermero. Entonces el
Comisario creyó llegado el momento de interrogar a todos. Como eran setenta, la
tarea de anotar todos los nombres y los datos personales, dura hasta las cuatro
de la tarde. Pasaron de a uno a una habitación contigua donde les hicieron mil
preguntas sobre la familia, el trabajo, la forma en que llegaron al barrio, el
tiempo que estaban en él, sus planes futuros. Luego de registrar sus respuestas
enviaron de nuevo al interrogado con los demás, en cuyo cansancio fermentaba
una nueva rebeldía. Pero a las cinco de la tarde, cuando habían completado
trece horas de arresto, los dejaron en libertad, sin darles ninguna
explicación.
CAPÍTULO 2
El barrio sintió la humillación impotente de un hombre abofeteado. Y se
temían nuevas sorpresas. Hablando y hablando, la gente buscaba su equilibrio,
pero las conjeturas alargaban la incertidumbre. Muchos de los retenidos en la
Comisaria, faltaron al día siguiente al trabajo, y casi toda su población
pululaba en las callejuelas de la Villa convulsionada que solo en la
conversación interminable hallaba algún desahogo.
— Y lo que vendrá será peor —dijo Grijera interpretando el temor de
muchos.
— ¿Vos sabés—le dijo el risueño Nicandro a Filomeno— lo que pensé en la
Comisaria?
— ¿Qué pensaste?
— Que a lo mejor nos llevaban para avisamos que iban a levantar el
monoblock.
Aludía a una frase del santiagueño; meses atrás cuando soportaban una
de las periódicas inundaciones que los sumergían, al mismo Nicandro le había
dicho:
— Ese amigo tuyo que habla tanto por la radio para decir que todo es de
nosotros, ¿cómo nos deja vivir con cl barro?
— El día que a él se le ocurra —contesto Filomeno- levanta aquí un
monoblock para todos.
Aquella respuesta se hizo célebre en la villa, pero en este momento la
alusión no causó gracia a Filomeno cuya expresión taciturna se volvió
peligrosamente amenazadora. Un minuto después se estaban trompeando con
ferocidad ya que Nicandro se vio obligado a defenderse y pelear. Costo
separarlos. Con ayuda de otros lo logro Fabián, no sin antes recibir un
puñetazo en la cara. Le preocupaba más el incidente que el golpe. Pasase lo que
pasase la masa peronista no culpaba a su líder por lo que ocurrirse, y no lo
reprochaban el hallarse empantanados en el lugar. Momentáneamente, como una tropa
que se prepara a luchar por futuros objetivos, acampaban en el barro. Para
mucha gente de la ciudad era la barbarie, la montonera gaucha que había llegado
a las puertas de la Capital.
— Si nos matamos entre nosotros…—dijo Fabián aun jadeante, a Godoy.
Viéndolos a todos moverse de un grupo a otro, Fabián fue a buscar una escoba,
y cerca de donde los demás conversaban empezó ostensiblemente a reunir la
basura tirada delante de una de las viviendas. Isolina se le acercó ofreciéndose
a realizar ella ese trabajo, pero no insistió al descubrir entre los desperdicios
una rata muerta, de cuerpo alargado, ardo, con un despellejamiento rojo en un costado
al que se prendían unas moscas de un hermoso color verde.
— ¿No tiene un poco de kerosene, Isolina? Esto hay que quemarlo.
Fabián no deja de observar la mirada ansiosa con que la siguió Páez, un
muchacho con aire de peoncito gaucho, cuando ella se alejó. Isolina tenía
provocativa pinta a pesar de su desaliño ligeramente sucio. Fabián oculto la
rata bajo papeles y otros desperdicios, y después de rociarlo todo con kerosene
que ella le trajo, le arrimó un fosforo. La llama, al principio débil, se
agrandé de golpe.
— Cuidado ustedes —previno Fabián, alejando a los chicos que se
aproximaban demasiado.
— Yo le traigo más para quemar, así aprovechamos este fuego —ofreció
Páez solícito.
— Espere, será mejor con mi carretilla —propuso Godoy, que también se
había acercado.
Godoy, habilísimo mecánico de frigorífico, con la pequeña carretilla, y
Páez, peón de funeraria, que le siguió con la escoba y una pala, fueron
recogiendo basura de la que se acumulaba en muchos Iugares. Vieron un montón en
el patio delantero de una vivienda. Páez se dispuso a entrar para recogerlo,
pero antes de que traspusiera la puertita, Godoy Io detuvo.
— Creo que Benítez está.
Golpeó las manos. Salió el hombre. Estaba en mangas de camisa como los
demás.
— Somos los recolectores municipales —le dijo humorísticamente Godoy,
mostrándole la carretilla llena— y veníamos a ver si nos podíamos llevar lo que
tiene allí.
— ¿Y a dónde lo van a llevar? —dijo Benítez, desconcertado.
— La estamos quemando.
Entonces reconoció Benítez la presencia de Fabián y sus ideas.
Irritado, no contra los que vinieron sino contra aquél, que parecía provocarlo
con sus iniciativas, contestó:
— No se molesten, será mejor que lo dejemos aquí.
— Pero si no es molestia. Cabe en la carretilla, y no pesa mucho,
tampoco.
— Dejen no más, si ya la iba a quemar yo mismo, en el patio. Cada uno
puede atender a lo suyo. ¿No les parece?
— Como usted diga. Pero no está mal que entre todos hagamos el trabajo.
No es cosa de ofenderse, tampoco. Si la gente de buena voluntad pone el hombro…
Como para cortar la discusión, Benítez saco del bolsillo una caja de fósforos
y acercó fuego a los papeles, que se fueron encendiendo. Agachado, desahogaba
rezongando su exasperación, que trataba de disimular.
— Cuidado con esa cortina -le previno Godoy viendo la dirección de las
llamas.
Y empuñando las varas de la carretilla, se alejó con Páez.
Hasta los chicos cooperaban, arrojando a la fogata papeles, alguna
maderita. Pensaba Fabián que ésa era la única manera de combatir el desaliento
de la gente. Avanzaba un poco a ciegas, solo guiado por su intuición. El
trabajo en común, en equipo y con conciencia de que formaban una comunidad, era
lo único que podía salvarlos. Había allí gente que conservaba un charco delante
de la puerta en lugar de colocar unas piedras o unos ladrillos. Intentar
cualquier cosa, antes que ese tipo de resignación. Trabajando se repecha la difícil
cuesta de una salida hacia el futuro. Trabajando creaban el futuro en el
presente, y disfrutaban el placer de ese esfuerzo. Al menos, él lo sentía.
Algunos consideraban estéril todo acto. ¿A qué atarearse? Para ser dueños de
ese basural, en el mejor de los casos. Pero trabajar es probarse, luchar por
algo, es, al menos, respirar hondo. Los chicos se divierten mientras las lenguas
de fuego vencen al humo y se elevan, indicando de alguna manera una victoria.
Lo que aterraba a veces en ese lugar era la intuición de que allí no existía
futuro, de que estaban en un inmóvil círculo del infierno. Todos los caminos
estaban clausurados; era un mundo especial cerrado en sí mismo, inmutable hasta
la eternidad. Benítez, que observaba la reunión, no pudo resistir la tentación
de acercarse, y llegó a tiempo para oír decir a Fabián:
— Lástima que no hicimos venir la tierra para esta mañana en lugar de
pedirla para el sábado. Entre todos hacíamos el trabajo ahora mismo.
— Cierto, pero ¿quién hubiera adivinado que hoy casi nadie trabajaría?
—dijo Godoy.
Sorprendió a todos la violencia con que habló Benítez:
— ¿Pero están locos, ustedes? Después de lo sucedido, ¿quién piensa en
traer esas camionadas?
Fabián rebuscó su voz más calmosa para preguntar:
— ¿Después de lo que sucedido? ¿Qué tiene que ver?
— Conmigo no cuenten. Si a ustedes no les basta, yo no me muevo más. Y
no esperen que ponga la parte que me tocaba. Esa es plata perdida, y a mí no me
sobra.
— Usted no ponga, nadie lo necesita —terció fastidiada Isolina.
— Con usted no hablo.
Fabián contuvo a Isolina, y prosiguió en su tono sereno y sorprendido:
— ¿Por qué no vamos a traer la tierra? No sé por qué, si ellos nos
persiguen, nosotros vamos a…
Hablaba como si realmente no entendiera la relación. Temía que Benítez
les contagiara su derrotismo y ésa era también una manera de ganar tiempo hasta
encontrar argumentos. Actuaba sin embargo espontáneamente al oponerle su
acostumbrada firme suavidad. Desde esa posición, aseguro, en forma categórica:
— Al contrario, hay que traerla, hay que traer más tierra y
desparramarla entre todos, como se resolvió.
— ¡Ja! A mí no me toma el pelo usted. Qué tanto rellenar los bajos si
el patrón al fin nos echara a todos. ¿O ustedes trabajan para él y quiere que
nosotros formemos su cuadrilla?
Y se rió insultante. Eso era demasiado. Fabián se irguió en su metro
ochenta de estatura. Su reacción natural vencía a su espíritu de conciliación,
y apreté los puños. Ramos, que había llegado a tiempo para observar la escena,
avanzó delante de Fabián, para decir:
— El señor es muy dueño de no trabajar con nosotros, si no quiere.
Nadie lo va a obligar. Al contrario. Si esto piensa de… —iba a decir “de un
compañero", pero como hablaba con lentitud tuvo tiempo de decir…— de
nosotros, es mejor que no colabore.
Benítez vio las miradas hostiles. Todos ellos formaban contra él en ese
momento un bloque, dispuestos a castigar su mala fe si mantenía su intención
agraviante, y opto por retirarse en silencio.
— Si no se va yo le arranco los ojos, le dejo la marca de mis uñas
-dijo Isolina.
— Pero eso le gustaría a Benítez, así tomaría importancia su mala
voluntad. No contestándole, se envenena solo.
A ella le gusto el punto de vista, un motivo más para admirar a Fabián.
Y se pacificaba, sintiendo que el no haber hecho nada, fue sin embargo una
forma de complicidad con él.
— El camión viene el sábado, ya es seguro. Me hablo López, pero con
todo el lio me olvidé de avisarles —explicó Ramos.
— Si Ramos tarda un minuto en hablar, me parece que Ayala lo amasija
—dijo Pastor.
— Es un mal bicho y no hay que descuidarse.
— Yo creo que hablando se entiende la gente, pero es un hombre que no
da razones. Y no comprende que le- hace el juego a los que quieren echamos. Pero
les va a costar, si 10 hacemos nuestro, al lugar.
Fabián expresaba vagamente el sentido de su actitud. No pensaba, por
cierto en alguna base jurídica de posesión sino que definía y proponía una actitud
a que lo impulsaba su modo natural de ser. Tenía confianza en ese y en todo
trabajo que pudieran realizar juntos. Era lo único que podían hacer, pero era
la forma de soslayar la impotencia. Rellenando los bajos, quemando la basura,
demos traban que algo estaba en las propias manos.
También para Ramos, el malón sufrido solo re presentaba un incidente. Y
esa tarde resolvió levantar las tablas de madera que cubrían el piso de portland
que termino en el porche de su vivienda unos días antes. Su casa, una
habitación y una cocina, era rústica y edificada con ladrillos colocados de
canto, pero de todos modos una de las pocas de material.
— Ya está seco el cemento —dijo a Roberto, su chico, que lo miraba
trabajar.
— Papá, son las patitas —mostró excitado el niño, que solo tenía cuatro
años.
Ramos no entendió en el primer momento, pero luego se dio cuenta que en
el cemento quedaron dos veces las evidentes huellas de la planta de un perro.
— Victorino —completó el chico, nombrando al indudable dueño de esas
impresiones digitales; le causaba gracia y llamé a la madre para que las viera.
— Tomamos mate aquí —dijo ella, que traía una silla de junco y el
banquito de la cocina.
— Es un porche de lujo —dijo Ramos orgulloso de su obra—. Vamos a
inaugurarlo. Sirvo yo.
— Tengo que hablarte de algo —dijo Elba al de volverle el primer mate
que él le babia extendido.
— ¿Qué pasa? —extrañado, interrumpió la caída del agua antes de que el
mate se llenara. Le preocupaba el escaso interés de Elba por el flamante piso
de cemento.
— Bueno; de nuevo pienso que yo también debo trabajar.
— Hace mal en insistir.
— Y oponerse, ¿no está mal? Nadie me lo puede probibir.
— ¿No quedamos que por ahora…?
— Pero he cambiado de idea.
— Usted ha cambiado de idea, pero me parece que yo no voy a cambiar.
Ella media en el “usted” y en el tono de su marido la contenida
violencia de su oposición. Creyó necesario explicarle:
— No es capricho. ¿Por qué si lo que uno gana no alcanza, se va a
quedar el otro cruzado de brazos?
— Así que no alcanza…
La mirada de él se hizo más dura al decirlo.
— No lo convierta en cosa contra usted. ¿No puede ser algo planeado
entre los dos?
Él no contesto, y ella siguió, entonces, sin abandonar el
"usted" que en su boca no encubría hospitalidad sino una forma de
gentileza:
— Tiene buena mano, usted; le ha salido bien el piso de cemento. ¿Pero
quiere creerme? Se me ocurrió la cosa, al ver tan lindo el porche.
— ¿Qué tiene que ver?
En su voz y en su mirada había el mismo asombro. Pero el asombro no era
peligroso, como la tensión de antes. Elba cedía en la voz, sin renunciar a su
plan. Quería razonarlo.
— Tiene mucho que ver. No quiero más comodidades, no pienso
encariñarme. Me gusta que la adorne, a la casa, claro, pero entonces, ¿quiere
decir que nos vamos a quedar siempre? Esto es peor que la incomodidad. La
incomodidad se aguanta ¿pero qué quiere? ¿Qué me acostumbre a la idea de no salir
más de aquí?
Y le apreté el corazón la misma angustia con que desperté en la
madrugada de Ia batida para ver a su marido tratando de ponerse el pantalón mientras
el policía apurado por llevarlo le impedía vestirse.
— Pero es que no quiero que trabajes -dijo él, ahora sin irritación.
— Ya lo tengo determinado.
— No lo voy a permitir —dijo él en un nuevo esfuerzo por mantener su posición.
— ¿Acaso quiero violentar tu voluntad? Pero no hay más remedio. No hay
que cortarle a una el gusto de ayudar.
— ¿Y el chico? —dijo él, apelando por ultimo al argumento que creía
decisivo.
— Por el chico quiero hacerlo. Tiene cuatro años. Si trabajo ahora,
cuando empiece a ir a la escuela podré estar en casa para atenderlo. En casa, y
en una casa, no en medio de esta charca.
— Está bien —dijo Ramos pensativo, con el respeto y la admiración que
muchas veces sentía por su mujer — ¿Y de qué piensa trabajar, si se puede
saber?
— Ya lo tengo todo averiguado, y el empleo conseguido.
— Aja. Creí que había querido consultarme.
Ella se sonrió, y él, cediendo, también. Agregó:
— ¿Y dónde?
— Aquí muy cerca, en la Hilotex.
— Cerca queda.
Se levantó, alzando el banquito, para comprobar que sus patas de madera
no dejaron marca en el piso ya seco del porche. Si, su marido, que era capacitado
mecánico en una fábrica de cocinas de kerosene, se daba mafia para todo. Había
hecho un contrapiso de ladrillo picado y sobre éste alisó la capa de portland.
Pero ella no quería tumbas confortables en el barrio de las latas y tenía que
luchar contra el conformismo de Ramos que se adaptaba a todo, y todo lo
soportaba, buscando siempre el lado bueno de las cosas.
— Pero ¿y el chico? No me ha contestado. ¿Lo va a dejar solo?
— Solo no. Me lo va a cuidar Jerónima, ya hablé con ella. Deja de trabajar
el viernes, porque espera un hijo; por eso sé que va a cuidar al mío.
Ramos aceptaba ya la nueva perspectiva aun sin saber cómo iba a ser
eso. La idea de que era humillante para él ya no le perturbaba. Elba quería trabajar;
buena y recta compañera, le bastaba actuar con naturalidad para tener razón.
CAPÍTULO 3
El sábado, por la tarde, no llegó el aguardado camión de tierra, pero
en cambio en la entrada del barrio se detuvo un viejo coche de plaza de capota curvada
tirado por un caballo evidentemente más joven que el vehículo y que su
conductor, que en ese momento se daba vuelta para mirar a su pasajero, cuya indicación
de parar había obedecido. El hombre que, sentado, inmovilizaba con una mano su
cama turca, un elástico con cuatro patas de madera torneada, descendió del
coche haciéndolo inclinar hacia el costado del estribo que pisé. Deposité el
desnudo armazón sobre la vereda. Luego saco del interior del coche un bulto
hecho con una frazada cuyas puntas atadas parecían orejas, y se dispuso a pagar
su viaje. En ese mismo momento llegaba allí, del lado opuesto, una familia de
siete personas: padre, madre y cinco chicos, el mayor de los cuales tenía diez años
y el menor tres. No se decidían a entrar. Pero en medio de su evidente vacilación,
parecía interesar mucho a la familia ese elástico plantado allí en la vereda.
Ellos no traían cama; solo los bultos, parecidos pero más grandes que el del
pasajero del coche. Por cierto que el cochero no arrancaba, atraído por la
escena. El del elástico era fornido, de pelo claro, con ese tostado dorado de
los rubios, y tenía un aire de marinero, pues solo vestía un pantalón oscuro y
una remera azul, mezcla de tricota y camiseta liviana de escote circular. Advirtió
el desconcierto de esa gente y deseando darles ánimo les dijo con sonrisa tímida:
— Parece que vamos a ser vecinos.
— ¿Usted también viene a vivir aquí? –preguntó el hombre de cara
aindiada, jefe de ese grupo que ahora lo rodeaba.
— La verdad de las cosas, si —contestó.
— Tenemos que preguntar por Ramos —dijo la mujer— Vive aquí, está
casado con una prima mía.
— Vamos a averiguar.
Y cargando su elástico al hombro, y el bulto en una mano, se metió en
una especie de calle interior a cuyos flancos se alzaban las casillas de
madera. La familia lo siguió, mas resuelta. Media docena de chicos les salió en
seguida al encuentro. Allí estaban las mejores viviendas, dispuestas mas espaciadamente,
pero a medida que avanzaban, el aspecto se tornaba más miserable, y las
construcciones más endebles, de lata, o de cartón que parecía tras que otras
semejaban grandes cajones sin aberturas. Variaba el material, el color, y
también la inclinación de esas casuchas torcidas. Por todas partes se asomaban
sus ocupantes que observaban a los nuevos, a quienes indicaron el rumbo que debían
seguir, en medio de los vericuetos. A Elba se le cayó el mate al levantarse de
un salto cuando reconoció a su prima y su familión.
Los hombres no se conocían. Ramos era argentino, nacido en el Chaco, y
los recién venidos eran,
como Elba, paraguayos. Se hicieron las presentaciones, no exentas de
ceremoniosidad. Elba atendió a los cinco sobrinos. El del elástico siguió sin
detenerse hacia su propio agujero, una breve piezucha, compartimiento de una construcción
baja, de chapas acanaladas pintadas de rojo granate oscuro apoyadas sobre el paredón
de la fábrica que cerraba el barrio por el lado oeste. Acomodo su cama y su
pequeño atado encima y se volvió hacia el porche de Ramos. En sus dos metros
cuadrados había ahora unos diez vecinos, casi todos paraguayos, ansiosos de obtener
noticias de los compatriotas que venían directamente del país que ellos habían
dejado ocho años atrás. Y hablaban todos a la vez, y para peor, como pensó el
del elástico, en un idioma incomprensible.
Ramos se ponía sombrío cuando su mujer se le perdía al conversar en guaraní
con sus paisanos. Elba vio su cara y le hizo un ademan que significaba que ya
le explicaría todo.
— Parece que tiene visitas -dijo a Ramos su vecino, el salteño Godoy,
un hombre joven, delgado, de agudas facciones, piel muy oscura, con unos rasgos
que le hacían parecer árabe, tal vez egipcio. Godoy, que era de la comisión de
vecinos, advirtió Ia presencia del hombre del elástico, a quien había conocido
cuando aquél alquilé su vivienda.
— ¿Cómo le va, Codesido? – lo saludó cordialmente.
Le dio un apretón de manos saludando ostentosamente su incorporación al
lugar. Al oír hablar en castellano, el paraguayo recién llegado interrumpió sus
diálogos con la gente que lo rodeaba. Ramos hizo la presentación explicando la
existencia de la comisión de vecinos de la que otros de los presentes también
formaban parte. Godoy, con cierta solemnidad, como siempre, le dio oficialmente
la bienvenida en ausencia —dijo- del compañero Fabián Ayala, el Presidente de
la comisión, que esa tarde, a pesar de ser sábado, debía cumplir su trabajo de pintor
en una obra en la que se había atrasado justamente por la demora sufrida en la
comisaria.
Godoy, impulsado por una curiosidad cordial y por el sentimiento de sus
deberes de hospitalidad, hizo preguntas minuciosas y el paraguayo, que se llamaba
Galeano, se mostró dispuesto a repetir y a ampliar lo que ya había adelantado
en guaraní a sus paisanos. Godoy comenzó por preguntarle si venia solo o con la
familia, pues en medio de esa aglomeración de grandes y chicos no podía
distinguirse a la población estable de los nuevos.
— Yo tengo cinco familias —contestó el otro, equivocando el término; en
realidad, se expresaba sin fluidez en castellano.
— Cinco chicos, quiere decir —aclaró Elba, que traía en un plato una
gruesa rosca.
— Geté pa co chipa guazú. ¡Qué rica esta la chipa grande!
La vocecita del paraguayito que celebraba en guaraní con entonación
jubilosa el pedazo de torta que iban a darle, hizo reír a todos.
Elba, después de convidarlos, propuso a su prima que fueran a la
vivienda que iban a ocupar, situada allí cerca, en uno de los recovecos inmediatos.
Se fue con ellos una parte de las mujeres y los chicos y entonces los
hombres se acomodaron sentándose en sillas y en los bancos que limitaban el porche
de Ramos. Contestando a las preguntas que le dirigían, Galeano compuso un relato
enmarañado pero concrete. Realmente empujado por el hambre, deje su trabajo en
el campo, dirigiéndose a Asunción. Allí no pudo aguantar más de un mes, a pesar
de que tuve suerte al principie, al conseguir trabajo de panadero. También su
mujer le ayudaba vendiendo “cosas” en la calle con la canasta —hizo ademán de cargarla
en la cabeza- pero ni con lo que ganaban les des les alcanzaba para comer. Se
arreglaban con una sopa que cocinaban con un kilo de hueso sin carne y con un puñado
de arroz, un zapallito, una cebolla y un poco de perejil.
Expresándose con paciente deferencia, dije a Godoy que compraban
galleta y no pan. Y explicó, en su estilo detallista, que con una galleta los
chicos están dos o tres horas mordiéndola, tan dura es, mientras que el pan es
blando y un kilo —dijo— se come en un minuto. Así que es mejor galleta. Leche, no
hay —agregó—, aunque a veces se consigue, pero en polvo. Clare que no la usaban
disuelta, como dice en la caja, en ocho litros de agua, sino en veinte.
— Hay que engañar a los chicos, ya que a los grandes no se puede -fue su
conclusión.
Quería decir que engaliaban el hambre de los chicos dándoles lo poco
que conseguían, privándose ellos. Y agregó que allá se comía mucha fruta de chupar:
naranjas agrias y naranjas dulces, mangos, pomelos. La fruta abunda y hasta
hacia poco ni debían pagarla, aunque últimamente también se había convertido en
mercadería que se vendían y cobraban.
CAPÍTULO 7
Así ocurrió. Una mañana cualquiera Buenos Aires descubrió un espectáculo
sorprendente: al pie de los empinados edificios de su moderna arquitectura se
arremolinaban infinidad de conglomerados de viviendas miserables, una edificación
enana de desechos inverosímiles. Podía creerse en la resurrección de las tolderías
indias, a las que se asemejaban. Ni desde los más altos rascacielos se habían podido
divisar hasta entonces esos rancheríos. ¿O se había preferido no verlos? Lo
cierto era que su presencia ya no se podía ignorar o disimular. Creerías que habían
venido desde sus pagos provincianos para recordar su existencia. Las columnas se
habían detenido en ese teórico foso de defensa que constituye la avenida
General Paz, una bella ruta que como un rio de asfalto entre arboledas y césped
circunvala la ciudad. Y hasta algunos de esos barrios liliputienses llevados
por el ímpetu de su marcha habían alrevesado ese límite. La invasión se realizó
por varios puntos. Por el norte desde Saavedra, y en el barrio de Belgrano, muy
cerca de la más bella zona residencial de la ciudad; por el Riachuelo,
introduciéndose profundamente, y encadenándose con otras villas hasta el barrio
de Flores; por el oeste, en las proximidades de Liniers, a uno y otro lado de
la calle Rivadavia, columna vertebral de Buenos Aires. Pero también irrumpió
hasta algún lugar céntrico, a no muchas cuadras de la Plaza de Mayo y la Casa
de Gobierno.
Se estaba produciendo un cambio en el país y ése era uno de sus signos
visibles. Ese cambio se proyectaba desde la capital y refluía sobre ella. Buenos
Aires se había convertido de pronto en una ciudad congestionada por la
afluencia de una doble corriente humana. Procedía una de Europa. En el periodo
que precedió a la segunda guerra mundial, mientras ésta se desarrollaba, así
como a su terminación, arribaron importantes contingentes que no pueden calificarse
exactamente de inmigratorios porque eran muy distintos a las densas columnas de
trabajadores que llegaron a fines del siglo pasado y a comienzos del actual,
procedentes de sectores proletarios y campesinos, y comenzaban por integrarse
en iguales núcleos de nuestro país, aunque después evolucionaran económicamente.
Ahora era diferente el nivel social de los que llegaban. Esquematizando pudiera
decirse que vinieron primero las víctimas del nazismo, en la etapa del auge hitleriano
sobre una Europa inerme. Luego, terminada la contienda, arribaron remanentes de
los sectores nazi-fascistas transitoriamente vencedores y que terminaron siendo
derrotados. Mucho escombro de aquel derrumbe vino a caer de este lado del
Atlántico.
La otra corriente humana, aquella que se estacioné en los umbrales de
la capital, proceda del interior de la república y también de los países
vecinos. Porque el gran movimiento migratorio interno que se ponía en marcha incluía
a las naciones limítrofes. Los que venían de Chile ensanchaban las villas miserias
del sur de la república, desde Bahía Blanca para abajo. Los que procedían de Bolivia
y del Paraguay, fueron a parar a lo que se llama el Gran Buenos Aires, es
decir, la capital y sus alrededores. La corriente migratoria del nordeste y del
noroeste sigue espontáneamente el rumbo hacia la cuenca del Plata. Acaso este
movimiento, tal como se cumplió y se sigue cumpliendo, demostraría una unidad
natural por encima de la división nacional, de lo que fuera el Virreinato del
Rio de la Plata el cual por un curioso destino histórico, en un momento de
plenitud de la Argentina, aparece reconstituido por el origen del elemento
humano que colma las villas miserias que rodean a su capital.
El crecimiento industrial que impulsa este movimiento comenzó durante
la segunda guerra mundial. Ya había pasado esto en la del 14 pero esta vez el
incremento llevaba un ritmo más poderoso, lo que no quiere decir que fuera
planificado. El país aprovecho como pudo la oportunidad que se le presentaba.
Tradicionalmente productor de carne y de cereales, logré modificar su
estructura económica, pues sus obligados proveedores de maquinaria y
combustible que eran los mismos que adquirían sus productos agropecuarios,
estaban primordialmente consagrados al esfuerzo de sobrevivir en esa guerra. No
podían producir las maquinarias que necesitábamos y al mismo tiempo dependían
vitalmente del trigo y de la carne que podíamos enviarles. La lucha resulté más
larga y más dura que la primera. El progreso industrial argentino se cumplió
desordenadamente y, sin distribuirse en todo el país, siguiendo una línea
tradicional de deformación del equilibrio nacional se concentré sobre todo en
Buenos Aires. En la misma forma turbulenta crecieron los barrios de
trabajadores que seguían llegando sin interrupción.
No siempre venían directamente de las áreas rurales, despoblándolas
totalmente de agricultores, o dejando sin peones las estancias. En los
alrededores de las ciudades del interior existían desde mucho antes grandes
ranchadas, que anticiparon las villas miserias capitalinas y que hubieran
merecido con más justicia ese nombre porque ellas si eran expresión de la extrema
pobreza del medio. Estaban ocupadas por una especie de lumpen formado por individuos
que el campo no alcanzaba a incluir y alimentar y que tampoco llegaba a tener
un lugar y trabajo en la ciudad de provincias. Se agolpaban entonces a sus puertas
y malvivían de changas y trabajos circunstanciales, en actividades en las que estaba
comprometida su dignidad humana. Pero no era por su gusto que así vegetaban en
su lugar de origen, al amparo de esos embalses de la oleada migratoria interna,
desbordados luego en la etapa de la industrialización.
Aproximadamente desde 1945 Buenos Aires advirtió su propio crecimiento
en detalles visibles que afectaban a sectores mayores y menores de la población.
Era también efecto de la prosperidad de aquella inflación inicial. Así ya no
fue posible ir un sábado de noche al cine o al teatro sin reserva previa de
localidades. Parecida dificultad se presenté para ocupar una mesa en un
restaurante, a todas horas llenos. Los problemas más graves se manifestaron en
el transporte y la vivienda. Los vehículos de la ciudad registraron el exceso
de población. Los subterráneos y los trenes del servicio urbano reventaban de
gente. Siempre iban repletos, y en las horas que correspondían a la entrada y
salida de las fábricas y oficinas, el apretujamiento era ya no molesto sino
indecoroso, inhumano. Más que subir, la gente asaltaba los trenes. Se viajaba colgado,
desbordando las puertas, con el peligro consiguiente.
Veinte años atrás, alquilar un departamento no era en Buenos Aires difícil.
Pero de pronto paso a la historia el clásico papel (los porteños nunca usaron su
nombre castizo de albarán) que en las puertas o ventanas anunciaban una pieza o
departamento desocupados. La edificación no se babia detenido, sin embargo, y
muchas construcciones modernas se alzaban en la ciudad realmente renovada, pero
estaban únicamente al alcance de los sectores acomodados. La clase media se mantenía
en las anteriores viviendas de alquileres congelados. Los trabajadores que llegaban
del interior solo en el primer momento con siguieron ubicación en piezas de
casas de vecindad o los más populosos conventillos.
Al intensificarse la división de extensos terrenos y quintas que rodeaban
la ciudad, al solo impulso de la iniciativa individual, surgieron nuevos
barrios de normal apariencia, constituidos por la casita tradicional y la
residencia tipo chalet, que se integraron en la fisonomía común de Buenos
Aires, mejorando su aspecto. Pero al mismo tiempo, como oscuros remansos
formados por los excedentes humanos que en torrente iban afluyendo, fueron apareciendo
los barrios de emergencia que se caracterizaban por otro tipo muy distinto de
construcción, elemental y primitiva, pero de ladrillo que levantaba el
inmigrante europeo.
Con rapidez increíble se completaba esta forma nueva de colonización de
extensiones descampadas que aún quedaban en los suburbios dentro y fuera de la
ciudad. Aparecía de pronto un ranchito solitario, perdido en la vastedad del
baldío. Al día siguiente nuevas casillas se le habían arrimado, y el crecimiento
se notaba acelerado al reaparecer el paisaje cada mañana, culminando la
proliferación el sábado y el domingo. Cuando se reiniciaba la semana, el baldío
estaba cubierto por el extraño conglomerado surgido a ras de tierra. Era la
floración fulminante de un barrio nuevo que parecía nacer viejo y envilecido.
Pero esas construcciones inseguras, frágiles, degradadas, eran
viviendas de seres humanos.
CAPÍTULO 9
— ¡Ah!, pero oigan esto. “Que a raíz de haber efectuado —la voz de
Evelio Pastor tomaba giros grotescos al leer el escrito de la demanda— un viaje
al interior del país, a mi regreso encontré el terreno referido de mi propiedad
y cuya posesión habían ejercido sin oposición, y en forma pacífica, continuada
y tranquila, ocupado por diversos intrusos que sin autorización de nadie
—fíjense, compañeros, sin autorización de nadie— y sin ánimo de poseer se habían
allí instalado”. Nosotros, sin ánimo de poseer, y él, poseedor tranquilo,
tranquilo.
La expresión de Pastor siempre era confusa en castellano, pues hablaba
ligero y como si tuviera la boca llena de piedras y en esta lectura realizada con
voz artificiosa se le entendía aún menos que de costumbre de modo que solo
atendían a sus muecas, y a las contorsiones del cuerpo que las completaban. Provocaba
grandes carcajadas. Fabián, para contrarrestar la jarana, con un ademán que pedía
silencio dijo calmoso en voz baja:
— Ahí está la mentira de ese hombre. Y la mala fe. Todos sabemos que
compro el terreno con nosotros dentro.
— Nosotros le hicimos el terreno, porque él compro un bañado.
— No hay como tener suerte. Primero trabajamos nosotros para él,
después el gobierno. Le entubaron el arroyo que ahora es calle.
— Y usted qué habla, compañero Ayala, si usted no es más que un
“intruso” —lo interrumpió Pastor.
Y agitaba el papel con una mano mientras indicaba algún párrafo con el índice
de la otra.
— Que lea Benítez —propuso, cansado.
— Que lea Fabián —dijo Isolina, mezclada al grupo.
Benítez no quiso leer, y Fabián, riéndose también, arrebato el papel a
Pastor, y después de repasarlo para sí unos minutos —todos, dejando de reír,
siguieron en silencio expectante su examen del texto de la demanda— dijo
lentamente:
— No somos nada, como dicen los porteños. Qué poco valemos. Este hombre
debe de haber comprado el bañado por muy poco, porque nosotros ya estábamos acá.
Nosotros no aumentamos el valor del terreno, y eso debiera darnos un poco de
vergüenza, lastima nuestro amor propio.
Pretendían desalojarlos judicialmente y Fabián quería que escucharan la
demanda. Y dispuesto a leerles todo el escrito, dijo:
— Bueno, este Pastor me contagio las ganas de leer. Oigan esto: “En el
proceso mencionado la seccional de policía ha dejado constancia en su informe
objetivo y pericial —pericial, ¿por qué?, ¿acaso no vinieron a oler? — que
tales intrusos se caracterizan por su afición a las bebidas alcohólicas y las
peleas, gozando en el vecindario de muy mala fama, por todo lo dicho y por su
poca de dedicación al trabajo”. En adelante, Evelio, usted me toma solo bebidas
sin alcohol y si es posible nada más que Coca Cola. Pero oigan lo mejor: “En dicho
conglomerado —atención, esto es un con-glo-me-ra-do la higiene y la moral no
pueden existir en forma alguna, siendo las viviendas por ellos construidas de carácter
precario y sin detalles de higiene de ninguna clase, lo que constituye un gran peligro
social y foco de enfermedades, epidemias, que pueden alcanzar caracteres de
suma peligrosidad y riesgo.”
Insensiblemente iba cambiando de voz y después de una pausa en que le
vieron mover la cabeza a derecha e izquierda y arriba y abajo, leyó el final
del escrito con seriedad:
— “Demás esta señalar que las gestiones personales que he realizado para
obtener el desalojo de los ocupantes no han dado resultado favorable y que el
daño que esta situación me produce es extraordinaria, en razón de precisar
dicho inmueble para la instalación de mi establecimiento industrial que funciona
actualmente en mi domicilio real de la Capital Federal, cuya ampliación estoy contemplando
seriamente, conjuntamente con otras entidades comerciales e industriales de que
formo parte.”
Fabián había comprendido y quería que también los demás lo entendieran;
aquella espantable razzia que habían soportado, se realizó para cumplir un
requisito judicial que permitiría seguir el pleito para desalojarlos. La
angustia del despertar sobre saltado, el terror de chicos y mujeres, el arreo
de los hombres como animales y su trato como si fueran delincuentes. En la
misma demanda se citaban los artículos, cuyo cumplimiento se había logrado de
ese modo. Era el pretexto legal que dio el procurador al comisario, que, por su
parte, considero saludable tal ejercicio de intimidación sobre esa gente. Pero
la exigencia del procurador y su cumplimiento por el comisario traducían además
la actitud mental del señor Groso, propietario del terreno. La obligación de
establecer la identidad de todas las personas que allí vivían para poder de mandarlas
una a una le parecía imposible al señor Groso por un camino normal. Nunca había
penetrado en la ciudad enana y desde afuera la imaginaba una ciudadela energía,
y a Ia vez un reducto de criminales. Le fascinaba ese mundo pero se conformaba
con imaginárselo, y aunque con frecuencia, como esa tarde, rondada por allí,
descartaba absolutamente el entrar, del mismo modo que nunca había pensado
pasear por el anillo de Saturno. La entrada por la Avenida era un angosto
corredor de piso de tierra que solo descubrían quienes lo conocían. El solar
delantero, el que daba a la calle, era el local de ventas de un fabricante de
casillas de madera, versión porteña muy simplificada de las casas
prefabricadas. Detrás estaba el barrio y el señor Groso lo imaginaba como una toldería
levantada por gentes no menos feroces que los indios, cuyos rasgos exteriores
en cierto modo les atribuía. Si por algunos detalles entrevistos, por ejemplo
esa niña que salía con un sifón, evidentemente rumbo al almacén, no parecía
tener ninguna vinculación con el desierto, el imaginativo señor Groso creía que
ese barrio que invadía su terreno recordaba al menos a esos pueblos que tienen
mucho de campamento que se ven en las películas del Oeste. Pero lo que
realmente le preocupaba ahora era recordar la cantidad exacta de metros
cuadrados de .su propiedad que de pronto se le había olvidado, aunque sabía que
en conjunto eso era una buena manzana completa. Y se había olvidado la medida,
pues la demanda hablaba de lotes y al delimitarlos cuidadosamente, dividía el
conjunto. Tantos metros sobre tal calle y tantos sobre la otra. Se especificaba
la existencia de varios tramos, y se transcribía la inscripción en el catastro.
En definitiva, eran varias fracciones de forma irregular que se sumaban unas a
otras, como que estaban todas en el mismo lugar. No había querido recurrir a
los papeles como si quisiera obligar a su memoria al esfuerzo. Pero la cifra exacta
le rehuía. Metió finalmente la mano en el bolsillo interior. Sí; tres
fracciones daban sobre el arroyo Maldonado. Figuraba, además, una franja “A”. Y
una anotación en que se reproducía la del catastro: Circunscripción VI, sección
G, manzana 2, parcela 6. En total, 9.897 metros cuadrados. La compra parecía
incierta en el primer momento, luego se formalizo, y el desembolso resulto
mínimo. Cuando fue definitivamente suyo, entubaron
el arroyo y se valorizó enormemente el extenso terreno. Pero esos intrusos
tomaban ilusorio su do minio. Debía conformarse con esta inspección a la distancia
y bien sabía que el mirar no era suficiente para tomar posesión. Sin embargo el
mecanismo de la ley, ya en marcha, prometía alguna solución, lejana pero
segura. Dirigió un último vistazo a esa entrada que se disimulaba sola, a tiempo
para ver a Paula que regresaba con el sifón que había ido a comprar.
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