Todas las mañanas me
despierta la sirena de la Ítalo. Ahí empieza mi día. El sonido atraviesa la
villa envuelta en las sombras, rebota en los galpones del ferrocarril y por fin
se pierde en la ciudad. Es un sonido grave y quejumbroso y suena como la
trompeta de un ángel sobre un montón de ruinas. Entonces abro los ojos en la
oscuridad y me digo, cuando todavía dura el sonido, "Levántate y camina
como un león". No sé dónde escuché eso, porque a mí no se me hubiera
ocurrido, tal vez en la tele, tal vez a un pastor de la escuela del Ejército de
Salvación, pero eso es lo que me digo cada mañana y para mí tiene su sentido.
"Levántate y camina como un león"
La vieja me pregunta
siempre en qué diablos estoy pensando. La pobre vieja lo pregunta porque en
realidad cree que no pienso en nada. Sin embargo tengo siempre la cabeza tan
llena de cosas que no me sorprendería si un día de estos salta en pedazos.
Estoy seguro de que si la vieja supiera lo que pienso realmente se caería de
espaldas. Digo esto justamente cuando oigo el sonido que pasa sobre mi cabeza,
porque a nadie que me mire se le puede ocurrir que me anden tantas cosas por la
mollera. Sin embargo, somos una familia de pensadores. Mi padre, con todo lo
pelagatos que era, pensaba y decía cosas por el estilo y tal vez fue a él a
quien escuché algo semejante.
A veces, como ahora, me
despierto un poco antes de que suene la sirena. Tendido en la cama, con la
cabeza metida en la oscuridad, me parece como que estuviera sobre una balsa
abandonada hace tiempo en medio del mar. Entonces pienso en todas las cosas de
la vida. Como si estuviera muerto o bien a punto de nacer. Aunque en cualquiera
de esos casos no pensaría nada, se entiende, pero quiero decir como si
estuviera a un lado del camino, no en el camino mismo, y desde allí viera mejor
las cosas. O por lo menos lo que vale la pena que uno vea.
Mi madre se acaba de
levantar y se mueve en la penumbra de la cocina. Desde aquí veo su rostro flaco
y descolorido iluminado por la llamita zumbadora del calentador. Parece el
único ser vivo en toda la tierra. Yo también estoy vivo pero yo no soy nada más
que una cabeza loca que cuelga en la oscuridad.
Pienso en mi hermano, por
ejemplo. Hace un par de meses que lo mataron. El botón vino y dijo con esa cara
de hijo de puta que ponen en todos los casos, que había tenido un accidente. El
accidente fue que lo molieron a palos. Fuimos en el patrullero mi madre y yo
hasta la 46 y allí estaba mi hermano tendido sobre una mesa con una sábana que
lo cubría de la cabeza a los pies. El botón levantó la sábana y vimos su cara,
nada más que su cara, debajo de una lámpara cubierta con una hoja de diario. No
solté una lágrima para no darles el gusto y además no se parecía a mi hermano.
En realidad, no creo que haya muerto. Mi hermano estaba tan lleno de vida que
no creo que un par de botones hayan podido terminar con él. No me sorprendería
que aparezca un día de estos y de cualquier forma, aunque no aparezca nunca
más, lo cual no me sorprendería tampoco, para mí sigue tan vivo como siempre.
Acaso más. Cuando digo que pienso en él en realidad quiero decir que lo siento
y hasta lo veo y las más de las veces no es otro que mi hermano el que me dice
eso de que me levante y camine como un león. Desde las sombras. Las palabras
suenan dentro de mi cabeza pero es mi hermano el que las dice.
También pienso en el viejo
pero con menos frecuencia. También él está muerto. Mejor dicho, él sí que está
muerto. Si lo veo alguna vez apenas es un rostro borroso y melancólico que se
inclina sobre mi cama o, de pronto, se vuelve entre la gente y me pregunta,
como la vieja, en qué diablos estoy pensando. Él me lo preguntaba de otra
forma, con una sonrisa blanda y cariñosa como si viera más allá del tiempo. Mi
padre fue un vago, no cabe duda, pero sabía tomar las cosas y creo que éstas
andarían mucho mejor si la gente las entendiera a su manera. Claro que mi madre
se tuvo que romper el lomo pero yo creo que de cualquier modo esos tipos tienen
un lugar en la vida y hay bastante que aprender de ellos por más que mi padre
jamás se propusiera enseñarnos nada. Además mi madre nunca se quejó de él y por
mucho tiempo fue la única que pareció comprenderlo.
Si me olvido de mi padre,
es decir, si nunca alcanzo a verlo de cuerpo entero y menos vivo e intenso como
a mi hermano, sin embargo hay algo de él en cada cosa que me rodea, en toda esa
roñosa vida como la llaman, y si veo algo que los otros no alcanzan a ver es
justamente por allí está mi padre. Yo no sé qué pensará los otros, digo los miles
de tipos que viven en la villa, que sudan y tiemblan, que ríen maldicen en
medio de todo este polvoriento montón de latas, pero lo que es yo no lo cambio
por ninguno de esos malditos gallineros que se apretujan a lo lejos y trepan
hasta los cielos del otro lado de las vías. Aquí está la vida, la mía por lo
menos. Esta es una tierra de hombres, con la sangre que empuja debajo de su
piel. No hay lugar para los muertos, ni siquiera para los botones. Y cuando a
veces me trepo al techo de algún vagón abandonado y desde allí contemplo toda
esa vida que se mueve entre las paredes abolladas de las casillas o los
potreros pelados o las calles resecas me parece que contemplo una fiesta. Los
trenes zumban a un lado con toda esa gente borrosa pegada a las ventanillas, los
coches y los barcos corren y resoplan del otro, los aviones del aeroparque
barrerán el cielo con sus motores a pleno, la vela de un barquito cabecea sobre
el río, un chico remonta un barrilete, una bandada de pájaros planea en el filo
del viento y en medio del polvo y la miseria un árbol se yergue solitario. Ahí
está mi padre. En todo eso.
La vieja se vuelve y mira
hacia la oscuridad donde estoy acurrucado. Entonces veo solo su sombra como si
mi madre se borrara y quedase nada más que un hueco. Ella piensa que estoy
dormido y trata de que aproveche todo el tiempo.
Hay veces que no pienso en
nada y la miro a ella simplemente porque es la única manera de ver a mi madre.
Está sola en el mundo. Mi padre se fue primero, luego mi hermano y un día u
otro me tocará a mí. Ella lo sabe.
Otras veces pienso en los
muchachos. Tulio, el Negro, Pascualito. Caminan delante de mí, sobre las vías.
Gritan y se empujan, aunque no escucho nada. Sus caras mugrientas brillan
debajo de la luz pero yo estoy en las sombras y cuando quiero hablarles se
alejan velozmente. Flotan en el aire como globos y se alejan. Trato de pensar
en cada uno por separado y entonces parecen otros tipos.
El hermano de Tulio era
amigo de mi hermano y aquella noche se salvó por un pelo. Mejor dicho, por un
montón de ellos porque estaba con la Beba en una casilla del barrio
Inmigrantes. Así y todo, atareado como estaban los sintió venir, los olió más
bien, saltó por la ventana y se perdió en la noche. Después que se fueron, lo
buscamos con el Tulio. Estaba metido en la caldera de una vieja
"Caprotti" arrumbada en un desvío del San Martín. El Tulio le llevó
un paquete con comida y los pantalones que había dejado en la casilla. El
preguntó por mi hermano y dijo un par de cosas sobre la puta vida que retumbaron
en el vientre de la "Caprotti". Después desapareció de la villa. Hace
unos meses de esto.
Bueno, es así como se
marchan todos. Un día u otro. De cualquier manera, por uno que se va hay otro
que llega. Las villas cambian y se renuevan continuamente. Son algo más que un
montón de latas. Son algo vivo, quiero decir. Como un animal, como un árbol,
como el río, ese viejo y taciturno león. Como el león, justamente. Lo siento en
mi cuerpo que crece y se dilata en las sombras y de pronto es toda la gente de
las villas, toda esa gente que empieza a moverse en este mismo momento y no se
pregunta qué será de ella el resto del día y menos el día de mañana sino que
simplemente comienza a tirar para adelante.
Mi madre abre la puerta. Mi
madre y las cosas aparecen cubiertas de ceniza. La propia llama del calentador
se opaca y destiñe. Es el día.
—¡Lito!...¡Arriba, Lito!
Me levanto a los tumbos, no
precisamente como un león, sino como un perro vagabundo al que le acaban de dar
un puntapié en el trasero. Parado en medio del cuarto, con el pelo revuelto y
la vejiga a punto de estallar, tiemblo y me sacudo hasta el último hueso.
La vieja me mira y antes de
que abra la boca me empiezo a vestir. Cuando se le da por hablar no termina
nunca. Yo sé cuándo está por hablar y además sé lo que va a decir. Por lo
general, es inútil tratar de atajarla y creo que, después de todo, eso le hace
bien. En realidad no me habla a mí ni a nadie en particular sino que
simplemente habla y habla. Y así parece más sola. Cuando vivía el viejo era toda
una música.
Un buen jarro de café de
malta y un pedazo de galleta me devuelven la vida y la cabeza se me llena otra
vez de ideas. Afuera los trenes pasan con más frecuencia y la casilla tiembla
toda entera. Eso me alegra también. Me parece que en cualquier momento vamos a
saltar por el aire y no sé por qué eso me alegra. Después me pongo el maldito
guardapolvo, meto otro pedazo de galleta en la maldita cartera y me largo para
la maldita escuela.
Las villas todavía están
envueltas en la niebla y aquello parece el comienzo del mundo, cuando las cosas
estaban por tomar su forma. Las casillas oscilan como globos, las luces brotan
por los agujeros de las chapas como ramas encendidas, las ventanillas de los
trenes puntean velozmente la penumbra, se estiran como goma de mascar y más
allá se reducen a un punto sanguinolento, después de montar la curva. La cabina
de señales del Mitre, algo más arriba, cabecea igual que una chata arenera y si
uno no conociera el lugar la tomaría justamente por eso. Uno chorro de chispas
y, un poco más abajo, una llama anaranjada que rebota en un tramo de vías se
desplazan lentamente siguiendo el perfil oscuro de una "catanguera".
Una luz roja cambia a verde y un numero de color salta en el aire. Hay luces
por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido
resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aún, tiemblan y se
encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del
edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que
bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena
y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la
mugrienta claridad del amanecer.
Una luz roja cambia a verde
y un numero de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo
sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se
desvanece con el día y, más atrás aun, tiemblan y se encogen las luces de la
ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de
Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como
un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de
todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del
amanecer.
Levanto la cabeza y respiro
hondo el áspero alimento del río. Entonces todo eso se me mete en la sangre y
me siento vivo de la cabeza a los pies, como un fuego prendido en la
noche.
El viejo del Tulio camina
unos pasos más adelante con un paquete debajo del brazo. Trabaja en la dársena
B con una grúa móvil de 5 toneladas. Sale al amanecer y vuelve casi de noche.
El domingo, como no puede estar sin hacer nada, la muele a palos a la vieja. El
Tulio se mantiene a distancia y si duerme pone un montón de tarros entre la
puerta y la cama. Cuando el viejo se calma se sienta en la puerta de la casilla
y toma mate hasta que la cara se le pone verde. Nunca le oí hablar una palabra,
ni siquiera cuando se enfurece.
Hay otros tipos que caminan
en la misma dirección. Salen de las calles laterales y se juntan a la fila que
marcha en silencio hasta el portón de entrada. Mientras tanto los grandes tipos
duermen allá lejos en su lecho de rosas. ¿Dónde oí eso? Si un día se decidieran
a quedarse en la villa así suenen todas las sirenas del mundo a un mismo tiempo
no sé qué sería de esos tipos. Tendrían que limpiar, acarrear, perforar,
construir, destruir, armar, desarmar o tirar la manga y por fin robar con sus
tiernas manitos de maricas. Pero la pobre gente no lo entiende. Todo lo que
piden de la vida es un pedazo de pan, una botella de vino y que no se les cruce
un botón en el camino.
Otra fila de chicos y
mujeres hace cola frente a una de las canillas. Veo al Pascualito con un par de
tachos en las manos. Lo saludo.
El Pascualito lustra
zapatos en Retiro, el Tulio vende diarios en una parada de Alem y el Negro
junta trapos y botellas en las quemas y cuando llega el verano vende melones y
sandías en la Costanera. A veces lo acompaño a las quemas y gano unos pesos. Al
Negro le gusta lo que hace. Tira como un condenado del carrito y al mismo
tiempo grita o canta sin parar. Hay que verlo. También me gano unos pesos
abriendo las puertas de los coches en Retiro hasta que aparece un botón. Hay
muchas formas de ir tirando hasta que llegue el día pero a la vieja no le gusta
que haga nada de eso. A cada rato me da una lata barbara sobre el asunto.
Quiere que termine la escuela, lo mismo que mi hermano, y aunque no entiendo
muy bien el motivo no tengo más remedio que darles el gusto. La pobre vieja
entretanto se rompe el lomo limpiando casas por hora. Eso me envenena las
tripas porque mientras ella deja el alma yo estoy en la escuela calentado un
banco.
El Negro pasa tirando del
carrito con el gordo Luján que es el cerebro del asunto, como se dice, y por lo
tanto no tira del carrito sino que fuma y piensa en grandes cosas. Agacho
la cabeza y me pego a las casillas porque me revienta que me vean con el
guardapolvo y la cartera como un nene de mamá.
La avenida está llena de
camiones que esperan hace días para descarga en los silos. Las colas llegan
hasta la villa y si no se meten adentro es porque no están seguros de salir
enteros. El Beto tiró más de un año con un par de gomas Firestone . 12.00-20,
catorce telas de nylon, si bien se pasó cerca de un mes en la caldera de la
"Caprotti" mientras los botones daban vuelta de la villa de arriba
abajo. Siempre que veo los camiones me acuerdo del Beto, es decir, que me
acuerdo de él todos los días. No por las gomas, aunque me acuerdo de eso
también, sino porque desapareció de la villa en un "Skania Vabis"
hace dos años. Se escondió en el acoplado cuando salió del puerto y vaya uno a
saber dónde mierda fue a parar. La verdad que no es mala idea. Si no fuera por
mi hermano ya lo hubiera hecho hace rato.
Las chimeneas de la usina
giran lentamente y cambian de lugar mientras uno camina. Son cinco en total
pero nunca estoy seguro porque es difícil verlas cinco de una vez. La
gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la
escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de
áborles cubiertos de cenizas. Apenas las veo se me hace un nudo en la barriga.
No dudo, o por lo menos no discuto, lo cual además sería perfectamente inútil
con la vieja, de que la escuela sea algo tan bueno como ella dice, pero todavía
dudo mucho menos de que yo sirva para eso. Es cosa mía y de ninguna manera
generalizo. A esta altura creo que ni la misma gorda lo pone en duda y estoy
seguro de que se sacaría un peso de encima, de los pocos que pueden quitarse
entre los muchos que le sobran, si alguna de estas mañanas no apareciera por
allí. La gorda es la maestra. El primero o segundo día puso su manito sonrosada
sobre mi cabeza de estopa y dijo que haría de mí un hombre de bien. Parecía
estar convencida y a la vieja se le saltaron las lagrimas. Al mes ya no estaba
tan segura y a la vieja se le volvieron a saltar las lagrimas, claro que por
otro motivo. Esta vez le fijo, con otras preciosas palabras, se entiende, que yo
era un degenerado. Eso quiso decir, en resumen.
La cosa saltó algún tiempo
después, el día que la gorda me encontró espiando por le ventilador del baño de
las maestras. Por suerte no era yo el que estaba espiando en ese momento sino
el Cabezón que, parado sobre mis hombros, estiraba el cogote todo lo que le
daba. Al Cabezón lo echaron sin más trámites y ahora pienso si no le tocó la
mejor parte.
Desde entonces el tipo se
da la gran vida y en cierta forma lo sigo teniendo sobre los hombros, sobre la
misma cabeza diría yo. Ya estuvo en la 46 por hurto y daño intencional.
Esa vuelta vino mi hermano.
A él no se le saltaron las lagrimas, por supuesto, sino que escuchó en silencio
y con palabras corteses dijo que se iba a ocupar del asunto. Estaba vestido cojo
para impresionar, con el anillazo ese en el dedo y el pelo brillante como la
carrocería de un coche. Era para verlo.
Después que la maestra
terminó de hablar (creía que no paraba nunca) mi hermano saludó como un señor y
luego, siempre con los mismos ademanes discretos, me llevó a un lado, entre los
árboles. Allí me tomó por el cuello y me rompió los huesos con un dedo
atravesado sobre los labios cada vez que yo iba a gritar. No sé cómo lo hizo,
porque no podía poner mucha atención, pero cuando terminó no se le había movido
un pelo.
Después que me sacudí el
polvo me puso un brazo sobre los hombros y caminando juntos me empezó a hablar
sobre la vida. Yo ni siquiera respiraba y le decía a todo que sí. Hablaba como
un pastor o por lo menos como el viejo en sus mejores momentos. Su voz sonaba
áspera y contenida, pero había cierta tristeza en su expresión. Es lo que más
recuerdo.
Espero a que me soplara los
mocos y entonces me hizo prometer que iba a terminar la escuela así tardase mil
años. Yo lo miré brevemente en los ojos y dije que sí. No tenía más remedio,
pero de cualquier forma lo dije de corazón.
Y es eso lo que cada mañana
me trae hasta aquí. Cuando tengo ganas de pegar la vuelta, lo cual es un decir
porque las tengo siempre, veo su rostro por delante y hasta escucho su voz.
—¿Quedamos,
Lito?
Yo vuelvo a decir que sí
con la cabeza y entro en la escuela.
Desde que lo mataron,
porque eso fue, la gorda me trata algo mejor. En realidad no sabe qué hacer.
Ella quería sacar de mí un hombre, pero aquí el hombre viene solo y en todo
caso con un hermano así no necesito de más nadie. Por otra parte no sé qué
diablos entiende ella por un hombre, sea de bien o de cualquier otra cosa, y no
creo que haya conocido a ninguno hasta que apareció mi hermano.
Trato de aprender lo que
puede pero la mayor parte del tiempo la cabeza se me vuela como un pájaro.
Vuela y vuela, cada vez más alto, cada vez más lejos. No es para menos. La vida
zumba y se sacude ahí afuera y yo estoy metido aquí dentro esperando el día que
salga y salte sobre ella como mi hermano, es decir, como un león. Cada vez lo
entiendo mejor.
En este momento veo a
través de la ventana la trompa de la vieja "Caprotti" dormida sobre
las vías y allá va mi cabeza.
Mi padre sintió siempre una
gran admiración por esas moles de fierro. Vivía aquí mucho antes de que
aparecieran la villa y creo que trabajó un tiempo en el ferrocarril. Nunca
entendí esa manía del viejo, pero de cualquier manera terminé por cobrarle
aprecio a toda esa chatarra. Supongo que él no las veía inútiles y ruinosas
como yo las veo. En su cabeza soplaban como en sus mejores tiempos. Muchas
veces, sentados sobre una pila de durmientes, me habló de ellas así como yo
pienso o hablo de mi hermano, del Baldo, de todos lo que se fueron. Tal vez por
ahí lo entienda. Así conocí la "Caprotti", no este montón de fierro
sino aquella soberbia maquina que competía con las famosas "2.000"
del Central Argentino. La "Garrat", con doble ténder y la caldera al
centro, la "Mikado", que no conocí y por lo tanto me parece más
fabulosa todavía y de la que mi padre hablaba con verdadera emoción temblando
todo entero como si la locomotora pasara en ese momento delante de él a cien
por hora aventando trapos y papeles. Las 1.500, las "capuchinas", las
100. A medida que hablaba el viejo iba levantando presión y estoy convencido de
que al último veía las maquinas verdaderamente. Yo no veía nada por más que
forzara la vista, pero me contagiaba esa loca alegría y trataba por lo menos de
imginarme todo el ruido y la vida de aquellas viejas locomotoras que corrían
por su cabeza.
La maestra golpea con el
puntero en el pizarrón y vuelvo a la jaula. Pero al rato estoy pensando en otra
cosa. Cuando llega el verano me parece que voy a estallar.
Nos largan a las cinco, que
en este tiempo es casi de noche. Yo salgo al final de todos porque soy de los
más altos, así que me la tengo que aguantar hasta lo último. Paciencia. Apenas
dejo la puerta entro a correr como un loco y antes de la cuadra los paso a
todos.
Los camiones siguen esperando
en la cola y tal parece que no se hubieran movido en todo el día. Yo sé que se
han movido, algunos se han ido, pero no creo que los demás les presten la misma
atención.
Los coches van y vienen
entre los camiones. Algunos pasan que se los lleva el diablo y así fue como lo
reventaron al Tito. Recuerdo al Tito porque era mi amigo y además lo vi cuando
levantaba por el aire un Fíat 1500, pero revientan uno por mes, cuando menos.
Los tipos se ponen nerviosos, Hasta lloriquean, los que paran, pero entre tanto
los coches siguen corriendo como si tal cosa y al rato nadie s acuerda. Otros
pasan tan despacio que uno puede seguirlos al paso. Llevan la radio encendida y
generalmente alguna fulana con las polleras arremangadas. Supongo que esto es
saludable, pero los que merecen toda la lastima del mundo son ellos y no creo
que les alcance. No les envidio nada. Mal o bien nosotros estamos vivos. Eso es
algo que ellos no saben mejor así porque si no se nos echarían encima.
Creo que el tipo aquel se
dio cuenta. Precisamente fue por el tiempo que atropellaron al Tito. Había
detenido el coche a un costado, no muy lejos del portón, y parecía dormido. Era
un Peugeot nuevito con un par de retrovisores sobre el guardabarros que debían
valer sus buenos pesos.
Estaba mirando el coche
cuando el tipo pareció despertar y me sonrío tristemente, un poco más que los
otros. Era un tipo viejo y refinado. Abrió la puerta y dejó que mirara dentro.
Luego me preguntó si quería subir y yo, naturalmente, le dije que sí.
Digo naturalmente porque
los coches me entusiasman tanto como las locomotoras a mi viejo y si tuviera
uno me llevaría todo por delante. Mi hermano apareció un día con un bote
impresionante y nos llevó a dar una vuelta. Al Tulio, al Negro, al Tito, que
vivía en esa época, al Beto. Fue un gran gesto. Yo iba al lado de mi hermano,
con la radio a todo lo que daba. En la Costanera lo puso a cien y después no
quise mirar más. Los tipos de los coches no amenazaban con los puños y gritaban
cosas que no alcanzábamos a oír, aunque no hacia falta. Mi hermano no los
miraba siquiera. Parecía más tranquilo que nunca y como si en realidad no
estuviera con nosotros, con nadie en el mundo sino completamente solo sobre el
camino a ciento veinte por hora. Me prometí entonces tener algún día un bote
como ese. Es lo único que les envidio a los tipos, pero ni con eso me caminaría
por ellos.
El tío dio una vuelta por
la costanera y al rato yo me había olvidado de él. No veía nada más que aquel
paisaje en llamas que corría y saltaba hacia atrás, corría y saltaba y mi
corazón saltaba y corría también.
El tipo paró entre los
árboles, frente al río, puso la radio muy bajo y después de suspirar un rato
comenzó a hablar en un tono relamido sobre cosas que yo no entendí muy bien.
Según parece era muy desdichado y la verdad que no tenia necesidad de
decírmelo. Se había dado vuelta y me susurraba al oído toda esa desdicha, una
desdicha muy particular porque a mí nunca se me hubiera ocurrido que un tipo
podía ser desgraciado por todas esas tonterías. Se veía que nunca había pateado
la calle con las tripas vacías, ni había tenido que saltar entre los vagones
con un par de botones a remolque. El tipo me miraba a los ojos con su cara
flaca y descolorida tan cerca de la mía que tenia que torcer la vista para mirarlo.
Yo trataba de mostrarme cortes porque, si he de decir la verdad, el pobre coso
me daba lastima. Bueno, primero me apoyo sobre la pierna una de sus manos secas
y chatas como espátulas. No vi nada de particular en eso aunque no estoy
acostumbrado a tales tratos. Luego, sin dejar de quejarse ni de suspirar,
deslizo la mano hacia la bragueta y comenzó a frotarme delicadamente. Daba la
impresión de que lo hiciera otro, en el sentido de que ni el propio tipo
demostraba estar enterado de lo que hacia su mano. Yo me quede duro, lo cual es
algo más que una frase porque al rato, y contra mi voluntad, tenia el pajarito
firme y tirante como un resorte. Siempre hablando y suspirando el tipo me
desabrocho la bragueta y el pajarito asomó la cabeza alegremente. A esa altura
yo no sentía disgusto propiamente dicho, pero de repente me acorde de mi
hermano. Cuando estoy confundido pienso en el porque sin o me pierdo del todo y
a partir de ahí se me ordenan las ideas. Me acorde de mi hermano pues, y
entonces vi aquel rostro en toda su mísera y desdichada soledad. Aparte al tipo
de un empujón y salte del coche con el pajarito todavía afuera. Me volví del
otro lado de la calle y le hice un corte de manga. El pobre tipo me miraba
tristemente desde la ventanilla del Peugeot y me sonrió todavía, con la sonrisa
más desgraciada del mundo. Entonces, sentí una lastima negra. Hubiera querido
sonreírle yo también, pero tal vez no lo habría entendido. Di media vuelta y me
fui abrochándome la bragueta.
Son las cinco y media. La
gente comienza a volver a casa. Las villas están envueltas en una luz
somnolienta. Las chimeneas de la usina cuelgan en medio de una nube de humo que
se aplana sobre el río. Los vidrios del edificio de Telecomunicaciones brillan
con un resplandor polvoriento. Del otro lado los trenes se evaporan en una
mancha anaranjada que borra el paisaje de casillas y galpones hacia el oeste.
Grupos de mocosos chillan y corren en los baldíos junto a las vías.
A esta hora las villas
lucen mejor que en cualquier otra. No se cuanto durare aquí, pero de quedarme
quieto no cambiaría esto por nada del mundo.
Ni la vieja ni los
muchachos han vuelto todavía. Dejo la cartera y el guardapolvo que traigo
arrollado debajo del brazo, agarro un pedazo de pan y doy una vuelta antes de
que regresen.
El viejo del Tulio está
sentado a la puerta de la casilla con los pantalones arremangados y el mate en
la mano. Un avión del aeroparque pasa tronando sobre nuestras cabezas.
Cruzo las vías y después de
bagar un rato entre los galpones y las locomotoras abandonadas me siento sobre
una pila de durmientes como hacia cuando estaba el viejo. Naturalmente, me
acuerdo de él, y después del Tito o de cualquier otro, por supuesto, de mi
hermano. De todos los que se fueron. Es como si estuvieran aquí, a esta hora.
Algunos me miran, otros me dicen cosas. Yo les sonrío y a veces les respondo.
Sé que tarde o temprano iré tras ellos. Tarde o temprano la vida se me pondrá
por delante y saltare al camino. Como un león.
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