El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la
mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer
piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas
levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y
de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había
vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos,
agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de
verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con
sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la
calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de
frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o
dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los
hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y
andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa
idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para
quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se
encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía
viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme
silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto
sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de
no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por
esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país
donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla
bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la
dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a
una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos
tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su
mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del
Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo,
pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre
había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre
sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y
ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad
horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora
estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques
cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y
ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No
podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado
y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido
que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes
políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra.
Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había
tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho
lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era
joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio
por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y
tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en el vida
uno no podía hacer todo lo quería, que tenía que seguir el camino recto, el
camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la
vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero
y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor.
Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su
refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en
su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio.
Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado
había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor
Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.
De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Un mujer
aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras,
gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a
alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció,
asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus
gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche,
podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de
pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden,
haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y
sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por
enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a
tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra
sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para
Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos
caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la
pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y
una botella de cerveza bajo el brazo.
-Quiero ir a casa, mamá -lloraba-. Quiero cien pesos para el
tren para irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último
escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran
estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y
se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la
caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los
bolsillos, despreciándola despacio.De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.
-¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? -la voz era dura y
malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.
-A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el
orden en la vía pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto
de complicidad al vigilante.
-Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y
después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante
morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
-Viejo baboso -dijo el vigilante mirando con odio al
hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante-. Hacéte el gil
ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
-Vamos. En cana.
El señor Lanari parapadeaba sin comprender. De pronto
reaccionó violentamente y le gritó al policía.
-Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede
costar muy cara. ¿Usted sabe con quén está hablando? -Había dicho eso como
quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario
amigo.
-Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que
la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? -dijo el vigilante y lo
agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba
hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente todo. El señor Lanari
temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él en todo eso? Y además ¿qué
pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se
complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había
hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese
insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía
aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera
en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza
inútil.
-Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer -dijo
señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban
ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para
peor, era la única culpable.
-Señor agente -le dijo en tono confidencial y bajo como para
que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca,
acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan
aplastada que ya nada le importaba.
-Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va
a ver que todo lo que le digo es cierto -y sacó una tarjeta personal y
los documentos y se los mostró: -Vivo ahí al lado -gimió casi, manso y casi
adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni
siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor
amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como
si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un
brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando
llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la
casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó
profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o
sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de
todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un
escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su
explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no
hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las cuatro de la mañana,
porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros,
él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado
por la locura, en su propia casa.
-Dame café -dijo el policía y en ese momento el señor Lanari
sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso,
para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un
vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que
era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué
hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre
podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y
matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro
trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer
estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada.
Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo
presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía
cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber
por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había
podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su
cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre
encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso
tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se
hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros
con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra
durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un
oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se
sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía
se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a
tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían
lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo
mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su
hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían
despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni
pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era
como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba
y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al
revés. Esa china que podías ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni
siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa
estaba tomada.
-Qué le hiciste -dijo al fin el negro.
-Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor
consideración. Así que haga el favor de... -el policía o lo que fuera lo agarró
de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari
sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué
le estaban haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche
entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un
manicomio.
-Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se
vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos
creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy
apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas.
Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó
a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de
hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a
patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la
cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo
miró y le dijo al hermano:
-Este no es, José. -Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada,
pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida,
humillada del otro y vio que se detenía, bruscamente y vio que la mujer se
levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro
"Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido.
Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo
en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca
del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y
cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar
todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba
todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer, a
quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué?
¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado
nada" trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y
todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo
había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay
que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza
pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército",
dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo
que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.
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