martes, 23 de septiembre de 2014

Diarios y trabajo sexual

“Se está mezclando la trata de personas con el trabajo sexual”
http://www.clarin.com/sociedad/mezclando-trata-personas-trabajo-sexual_0_513548755.html

Prostíbulos: una ley que empieza a cumplirse, con 75 años de retraso
http://www.clarin.com/sociedad/prostibulos-Marita_Veron_0_712128967.html

El arte y sus miradas hacia el mundo de la prostitución
http://edant.clarin.com/diario/2008/08/16/sociedad/s-01738795.htm

De la trata de personas al trabajo sexual
http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-151497-2010-08-17.html

La marcha de las prostitutas
http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-200206-2012-08-03.html

El debate sobre la prostitución y la trata
http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/subnotas/169389-53984-2011-06-03.html

Buscan que se habilite por ley el trabajo sexual como un comercio más en Capital
http://www.lanacion.com.ar/1728015-buscan-que-se-habilite-por-ley-el-trabajo-sexual-como-un-comercio-mas-en-capital

Papelitos de oferta sexual: la plaga inagotable del microcentro
http://www.lanacion.com.ar/1536212-papelitos-de-ofertas-sexuales-la-plaga-inagotable-del-microcentro

Córdoba: una jueza consideró que la prostitución no es un trabajo
http://www.lanacion.com.ar/1513749-cordoba-una-jueza-considero-que-la-prostitucion-no-es-un-trabajo

lunes, 22 de septiembre de 2014

La madre de Ernesto - Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre...
No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenés miedo – dije yo.
–Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros.
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos:Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió"bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.

Juanito Laguna y Ramona Montiel - Berni
































"Como un león”- Haroldo Conti

Todas las mañanas me despierta la sirena de la Ítalo. Ahí empieza mi día. El sonido atraviesa la villa envuelta en las sombras, rebota en los galpones del ferrocarril y por fin se pierde en la ciudad. Es un sonido grave y quejumbroso y suena como la trompeta de un ángel sobre un montón de ruinas. Entonces abro los ojos en la oscuridad y me digo, cuando todavía dura el sonido, "Levántate y camina como un león". No sé dónde escuché eso, porque a mí no se me hubiera ocurrido, tal vez en la tele, tal vez a un pastor de la escuela del Ejército de Salvación, pero eso es lo que me digo cada mañana y para mí tiene su sentido. "Levántate y camina como un león"
La vieja me pregunta siempre en qué diablos estoy pensando. La pobre vieja lo pregunta porque en realidad cree que no pienso en nada. Sin embargo tengo siempre la cabeza tan llena de cosas que no me sorprendería si un día de estos salta en pedazos. Estoy seguro de que si la vieja supiera lo que pienso realmente se caería de espaldas. Digo esto justamente cuando oigo el sonido que pasa sobre mi cabeza, porque a nadie que me mire se le puede ocurrir que me anden tantas cosas por la mollera. Sin embargo, somos una familia de pensadores. Mi padre, con todo lo pelagatos que era, pensaba y decía cosas por el estilo y tal vez fue a él a quien escuché algo semejante.
A veces, como ahora, me despierto un poco antes de que suene la sirena. Tendido en la cama, con la cabeza metida en la oscuridad, me parece como que estuviera sobre una balsa abandonada hace tiempo en medio del mar. Entonces pienso en todas las cosas de la vida. Como si estuviera muerto o bien a punto de nacer. Aunque en cualquiera de esos casos no pensaría nada, se entiende, pero quiero decir como si estuviera a un lado del camino, no en el camino mismo, y desde allí viera mejor las cosas. O por lo menos lo que vale la pena que uno vea.
Mi madre se acaba de levantar y se mueve en la penumbra de la cocina. Desde aquí veo su rostro flaco y descolorido iluminado por la llamita zumbadora del calentador. Parece el único ser vivo en toda la tierra. Yo también estoy vivo pero yo no soy nada más que una cabeza loca que cuelga en la oscuridad.
Pienso en mi hermano, por ejemplo. Hace un par de meses que lo mataron. El botón vino y dijo con esa cara de hijo de puta que ponen en todos los casos, que había tenido un accidente. El accidente fue que lo molieron a palos. Fuimos en el patrullero mi madre y yo hasta la 46 y allí estaba mi hermano tendido sobre una mesa con una sábana que lo cubría de la cabeza a los pies. El botón levantó la sábana y vimos su cara, nada más que su cara, debajo de una lámpara cubierta con una hoja de diario. No solté una lágrima para no darles el gusto y además no se parecía a mi hermano. En realidad, no creo que haya muerto. Mi hermano estaba tan lleno de vida que no creo que un par de botones hayan podido terminar con él. No me sorprendería que aparezca un día de estos y de cualquier forma, aunque no aparezca nunca más, lo cual no me sorprendería tampoco, para mí sigue tan vivo como siempre. Acaso más. Cuando digo que pienso en él en realidad quiero decir que lo siento y hasta lo veo y las más de las veces no es otro que mi hermano el que me dice eso de que me levante y camine como un león. Desde las sombras. Las palabras suenan dentro de mi cabeza pero es mi hermano el que las dice.
También pienso en el viejo pero con menos frecuencia. También él está muerto. Mejor dicho, él sí que está muerto. Si lo veo alguna vez apenas es un rostro borroso y melancólico que se inclina sobre mi cama o, de pronto, se vuelve entre la gente y me pregunta, como la vieja, en qué diablos estoy pensando. Él me lo preguntaba de otra forma, con una sonrisa blanda y cariñosa como si viera más allá del tiempo. Mi padre fue un vago, no cabe duda, pero sabía tomar las cosas y creo que éstas andarían mucho mejor si la gente las entendiera a su manera. Claro que mi madre se tuvo que romper el lomo pero yo creo que de cualquier modo esos tipos tienen un lugar en la vida y hay bastante que aprender de ellos por más que mi padre jamás se propusiera enseñarnos nada. Además mi madre nunca se quejó de él y por mucho tiempo fue la única que pareció comprenderlo.
Si me olvido de mi padre, es decir, si nunca alcanzo a verlo de cuerpo entero y menos vivo e intenso como a mi hermano, sin embargo hay algo de él en cada cosa que me rodea, en toda esa roñosa vida como la llaman, y si veo algo que los otros no alcanzan a ver es justamente por allí está mi padre. Yo no sé qué pensará los otros, digo los miles de tipos que viven en la villa, que sudan y tiemblan, que ríen maldicen en medio de todo este polvoriento montón de latas, pero lo que es yo no lo cambio por ninguno de esos malditos gallineros que se apretujan a lo lejos y trepan hasta los cielos del otro lado de las vías. Aquí está la vida, la mía por lo menos. Esta es una tierra de hombres, con la sangre que empuja debajo de su piel. No hay lugar para los muertos, ni siquiera para los botones. Y cuando a veces me trepo al techo de algún vagón abandonado y desde allí contemplo toda esa vida que se mueve entre las paredes abolladas de las casillas o los potreros pelados o las calles resecas me parece que contemplo una fiesta. Los trenes zumban a un lado con toda esa gente borrosa pegada a las ventanillas, los coches y los barcos corren y resoplan del otro, los aviones del aeroparque barrerán el cielo con sus motores a pleno, la vela de un barquito cabecea sobre el río, un chico remonta un barrilete, una bandada de pájaros planea en el filo del viento y en medio del polvo y la miseria un árbol se yergue solitario. Ahí está mi padre. En todo eso.
La vieja se vuelve y mira hacia la oscuridad donde estoy acurrucado. Entonces veo solo su sombra como si mi madre se borrara y quedase nada más que un hueco. Ella piensa que estoy dormido y trata de que aproveche todo el tiempo.
Hay veces que no pienso en nada y la miro a ella simplemente porque es la única manera de ver a mi madre. Está sola en el mundo. Mi padre se fue primero, luego mi hermano y un día u otro me tocará a mí. Ella lo sabe.
Otras veces pienso en los muchachos. Tulio, el Negro, Pascualito. Caminan delante de mí, sobre las vías. Gritan y se empujan, aunque no escucho nada. Sus caras mugrientas brillan debajo de la luz pero yo estoy en las sombras y cuando quiero hablarles se alejan velozmente. Flotan en el aire como globos y se alejan. Trato de pensar en cada uno por separado y entonces parecen otros tipos.
El hermano de Tulio era amigo de mi hermano y aquella noche se salvó por un pelo. Mejor dicho, por un montón de ellos porque estaba con la Beba en una casilla del barrio Inmigrantes. Así y todo, atareado como estaban los sintió venir, los olió más bien, saltó por la ventana y se perdió en la noche. Después que se fueron, lo buscamos con el Tulio. Estaba metido en la caldera de una vieja "Caprotti" arrumbada en un desvío del San Martín. El Tulio le llevó un paquete con comida y los pantalones que había dejado en la casilla. El preguntó por mi hermano y dijo un par de cosas sobre la puta vida que retumbaron en el vientre de la "Caprotti". Después desapareció de la villa. Hace unos meses de esto.
Bueno, es así como se marchan todos. Un día u otro. De cualquier manera, por uno que se va hay otro que llega. Las villas cambian y se renuevan continuamente. Son algo más que un montón de latas. Son algo vivo, quiero decir. Como un animal, como un árbol, como el río, ese viejo y taciturno león. Como el león, justamente. Lo siento en mi cuerpo que crece y se dilata en las sombras y de pronto es toda la gente de las villas, toda esa gente que empieza a moverse en este mismo momento y no se pregunta qué será de ella el resto del día y menos el día de mañana sino que simplemente comienza a tirar para adelante.  
Mi madre abre la puerta. Mi madre y las cosas aparecen cubiertas de ceniza. La propia llama del calentador se opaca y destiñe. Es el día.
—¡Lito!...¡Arriba, Lito!
Me levanto a los tumbos, no precisamente como un león, sino como un perro vagabundo al que le acaban de dar un puntapié en el trasero. Parado en medio del cuarto, con el pelo revuelto y la vejiga a punto de estallar, tiemblo y me sacudo hasta el último hueso.
La vieja me mira y antes de que abra la boca me empiezo a vestir. Cuando se le da por hablar no termina nunca. Yo sé cuándo está por hablar y además sé lo que va a decir. Por lo general, es inútil tratar de atajarla y creo que, después de todo, eso le hace bien. En realidad no me habla a mí ni a nadie en particular sino que simplemente habla y habla. Y así parece más sola. Cuando vivía el viejo era toda una música.
Un buen jarro de café de malta y un pedazo de galleta me devuelven la vida y la cabeza se me llena otra vez de ideas. Afuera los trenes pasan con más frecuencia y la casilla tiembla toda entera. Eso me alegra también. Me parece que en cualquier momento vamos a saltar por el aire y no sé por qué eso me alegra. Después me pongo el maldito guardapolvo, meto otro pedazo de galleta en la maldita cartera y me largo para la maldita escuela.
Las villas todavía están envueltas en la niebla y aquello parece el comienzo del mundo, cuando las cosas estaban por tomar su forma. Las casillas oscilan como globos, las luces brotan por los agujeros de las chapas como ramas encendidas, las ventanillas de los trenes puntean velozmente la penumbra, se estiran como goma de mascar y más allá se reducen a un punto sanguinolento, después de montar la curva. La cabina de señales del Mitre, algo más arriba, cabecea igual que una chata arenera y si uno no conociera el lugar la tomaría justamente por eso. Uno chorro de chispas y, un poco más abajo, una llama anaranjada que rebota en un tramo de vías se desplazan lentamente siguiendo el perfil oscuro de una "catanguera". Una luz roja cambia a verde y un numero de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aún, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.  
Una luz roja cambia a verde y un numero de color salta en el aire. Hay luces por todas partes pero solo sirven para confundirlo a uno. Al fondo, el lívido resplandor de Retiro se desvanece con el día y, más atrás aun, tiemblan y se encogen las luces de la ciudad. Del lado de la costa, la espiral encendida del edificio de Telecomunicaciones, los focos empañados de los automóviles que bailotean como un tropel de antorchas, los mástiles y las grúas de la dársena y, por encima de todo, las chimeneas de la usina que se empinan sobre la mugrienta claridad del amanecer.
Levanto la cabeza y respiro hondo el áspero alimento del río. Entonces todo eso se me mete en la sangre y me siento vivo de la cabeza a los pies, como un fuego prendido en la noche. 
El viejo del Tulio camina unos pasos más adelante con un paquete debajo del brazo. Trabaja en la dársena B con una grúa móvil de 5 toneladas. Sale al amanecer y vuelve casi de noche. El domingo, como no puede estar sin hacer nada, la muele a palos a la vieja. El Tulio se mantiene a distancia y si duerme pone un montón de tarros entre la puerta y la cama. Cuando el viejo se calma se sienta en la puerta de la casilla y toma mate hasta que la cara se le pone verde. Nunca le oí hablar una palabra, ni siquiera cuando se enfurece.  
Hay otros tipos que caminan en la misma dirección. Salen de las calles laterales y se juntan a la fila que marcha en silencio hasta el portón de entrada. Mientras tanto los grandes tipos duermen allá lejos en su lecho de rosas. ¿Dónde oí eso? Si un día se decidieran a quedarse en la villa así suenen todas las sirenas del mundo a un mismo tiempo no sé qué sería de esos tipos. Tendrían que limpiar, acarrear, perforar, construir, destruir, armar, desarmar o tirar la manga y por fin robar con sus tiernas manitos de maricas. Pero la pobre gente no lo entiende. Todo lo que piden de la vida es un pedazo de pan, una botella de vino y que no se les cruce un botón en el camino.  
Otra fila de chicos y mujeres hace cola frente a una de las canillas. Veo al Pascualito con un par de tachos en las manos. Lo saludo. 
El Pascualito lustra zapatos en Retiro, el Tulio vende diarios en una parada de Alem y el Negro junta trapos y botellas en las quemas y cuando llega el verano vende melones y sandías en la Costanera. A veces lo acompaño a las quemas y gano unos pesos. Al Negro le gusta lo que hace. Tira como un condenado del carrito y al mismo tiempo grita o canta sin parar. Hay que verlo. También me gano unos pesos abriendo las puertas de los coches en Retiro hasta que aparece un botón. Hay muchas formas de ir tirando hasta que llegue el día pero a la vieja no le gusta que haga nada de eso. A cada rato me da una lata barbara sobre el asunto. Quiere que termine la escuela, lo mismo que mi hermano, y aunque no entiendo muy bien el motivo no tengo más remedio que darles el gusto. La pobre vieja entretanto se rompe el lomo limpiando casas por hora. Eso me envenena las tripas porque mientras ella deja el alma yo estoy en la escuela calentado un banco. 
El Negro pasa tirando del carrito con el gordo Luján que es el cerebro del asunto, como se dice, y por lo tanto no tira del carrito sino que fuma y piensa en grandes cosas. Agacho la cabeza y me pego a las casillas porque me revienta que me vean con el guardapolvo y la cartera como un nene de mamá. 
La avenida está llena de camiones que esperan hace días para descarga en los silos. Las colas llegan hasta la villa y si no se meten adentro es porque no están seguros de salir enteros. El Beto tiró más de un año con un par de gomas Firestone . 12.00-20, catorce telas de nylon, si bien se pasó cerca de un mes en la caldera de la "Caprotti" mientras los botones daban vuelta de la villa de arriba abajo. Siempre que veo los camiones me acuerdo del Beto, es decir, que me acuerdo de él todos los días. No por las gomas, aunque me acuerdo de eso también, sino porque desapareció de la villa en un "Skania Vabis" hace dos años. Se escondió en el acoplado cuando salió del puerto y vaya uno a saber dónde mierda fue a parar. La verdad que no es mala idea. Si no fuera por mi hermano ya lo hubiera hecho hace rato.  
Las chimeneas de la usina giran lentamente y cambian de lugar mientras uno camina. Son cinco en total pero nunca estoy seguro porque es difícil verlas cinco de una vez. La gente se desparrama al llegar a la avenida Antártida y yo doblo hacia la escuela cuyas casillas asoman un par de cuadras más adelante entre un grupo de áborles cubiertos de cenizas. Apenas las veo se me hace un nudo en la barriga. No dudo, o por lo menos no discuto, lo cual además sería perfectamente inútil con la vieja, de que la escuela sea algo tan bueno como ella dice, pero todavía dudo mucho menos de que yo sirva para eso. Es cosa mía y de ninguna manera generalizo. A esta altura creo que ni la misma gorda lo pone en duda y estoy seguro de que se sacaría un peso de encima, de los pocos que pueden quitarse entre los muchos que le sobran, si alguna de estas mañanas no apareciera por allí. La gorda es la maestra. El primero o segundo día puso su manito sonrosada sobre mi cabeza de estopa y dijo que haría de mí un hombre de bien. Parecía estar convencida y a la vieja se le saltaron las lagrimas. Al mes ya no estaba tan segura y a la vieja se le volvieron a saltar las lagrimas, claro que por otro motivo. Esta vez le fijo, con otras preciosas palabras, se entiende, que yo era un degenerado. Eso quiso decir, en resumen. 
La cosa saltó algún tiempo después, el día que la gorda me encontró espiando por le ventilador del baño de las maestras. Por suerte no era yo el que estaba espiando en ese momento sino el Cabezón que, parado sobre mis hombros, estiraba el cogote todo lo que le daba. Al Cabezón lo echaron sin más trámites y ahora pienso si no le tocó la mejor parte.  
Desde entonces el tipo se da la gran vida y en cierta forma lo sigo teniendo sobre los hombros, sobre la misma cabeza diría yo. Ya estuvo en la 46 por hurto y daño intencional. 
Esa vuelta vino mi hermano. A él no se le saltaron las lagrimas, por supuesto, sino que escuchó en silencio y con palabras corteses dijo que se iba a ocupar del asunto. Estaba vestido cojo para impresionar, con el anillazo ese en el dedo y el pelo brillante como la carrocería de un coche. Era para verlo.  
Después que la maestra terminó de hablar (creía que no paraba nunca) mi hermano saludó como un señor y luego, siempre con los mismos ademanes discretos, me llevó a un lado, entre los árboles. Allí me tomó por el cuello y me rompió los huesos con un dedo atravesado sobre los labios cada vez que yo iba a gritar. No sé cómo lo hizo, porque no podía poner mucha atención, pero cuando terminó no se le había movido un pelo. 
Después que me sacudí el polvo me puso un brazo sobre los hombros y caminando juntos me empezó a hablar sobre la vida. Yo ni siquiera respiraba y le decía a todo que sí. Hablaba como un pastor o por lo menos como el viejo en sus mejores momentos. Su voz sonaba áspera y contenida, pero había cierta tristeza en su expresión. Es lo que más recuerdo. 
Espero a que me soplara los mocos y entonces me hizo prometer que iba a terminar la escuela así tardase mil años. Yo lo miré brevemente en los ojos y dije que sí. No tenía más remedio, pero de cualquier forma lo dije de corazón. 
Y es eso lo que cada mañana me trae hasta aquí. Cuando tengo ganas de pegar la vuelta, lo cual es un decir porque las tengo siempre, veo su rostro por delante y hasta escucho su voz.
 —¿Quedamos, Lito? 
Yo vuelvo a decir que sí con la cabeza y entro en la escuela. 
Desde que lo mataron, porque eso fue, la gorda me trata algo mejor. En realidad no sabe qué hacer. Ella quería sacar de mí un hombre, pero aquí el hombre viene solo y en todo caso con un hermano así no necesito de más nadie. Por otra parte no sé qué diablos entiende ella por un hombre, sea de bien o de cualquier otra cosa, y no creo que haya conocido a ninguno hasta que apareció mi hermano. 
Trato de aprender lo que puede pero la mayor parte del tiempo la cabeza se me vuela como un pájaro. Vuela y vuela, cada vez más alto, cada vez más lejos. No es para menos. La vida zumba y se sacude ahí afuera y yo estoy metido aquí dentro esperando el día que salga y salte sobre ella como mi hermano, es decir, como un león. Cada vez lo entiendo mejor. 
En este momento veo a través de la ventana la trompa de la vieja "Caprotti" dormida sobre las vías y allá va mi cabeza. 
Mi padre sintió siempre una gran admiración por esas moles de fierro. Vivía aquí mucho antes de que aparecieran la villa y creo que trabajó un tiempo en el ferrocarril. Nunca entendí esa manía del viejo, pero de cualquier manera terminé por cobrarle aprecio a toda esa chatarra. Supongo que él no las veía inútiles y ruinosas como yo las veo. En su cabeza soplaban como en sus mejores tiempos. Muchas veces, sentados sobre una pila de durmientes, me habló de ellas así como yo pienso o hablo de mi hermano, del Baldo, de todos lo que se fueron. Tal vez por ahí lo entienda. Así conocí la "Caprotti", no este montón de fierro sino aquella soberbia maquina que competía con las famosas "2.000" del Central Argentino. La "Garrat", con doble ténder y la caldera al centro, la "Mikado", que no conocí y por lo tanto me parece más fabulosa todavía y de la que mi padre hablaba con verdadera emoción temblando todo entero como si la locomotora pasara en ese momento delante de él a cien por hora aventando trapos y papeles. Las 1.500, las "capuchinas", las 100. A medida que hablaba el viejo iba levantando presión y estoy convencido de que al último veía las maquinas verdaderamente. Yo no veía nada por más que forzara la vista, pero me contagiaba esa loca alegría y trataba por lo menos de imginarme todo el ruido y la vida de aquellas viejas locomotoras que corrían por su cabeza.  
La maestra golpea con el puntero en el pizarrón y vuelvo a la jaula. Pero al rato estoy pensando en otra cosa. Cuando llega el verano me parece que voy a estallar. 
Nos largan a las cinco, que en este tiempo es casi de noche. Yo salgo al final de todos porque soy de los más altos, así que me la tengo que aguantar hasta lo último. Paciencia. Apenas dejo la puerta entro a correr como un loco y antes de la cuadra los paso a todos. 
Los camiones siguen esperando en la cola y tal parece que no se hubieran movido en todo el día. Yo sé que se han movido, algunos se han ido, pero no creo que los demás les presten la misma atención. 
Los coches van y vienen entre los camiones. Algunos pasan que se los lleva el diablo y así fue como lo reventaron al Tito. Recuerdo al Tito porque era mi amigo y además lo vi cuando levantaba por el aire un Fíat 1500, pero revientan uno por mes, cuando menos. Los tipos se ponen nerviosos, Hasta lloriquean, los que paran, pero entre tanto los coches siguen corriendo como si tal cosa y al rato nadie s acuerda. Otros pasan tan despacio que uno puede seguirlos al paso. Llevan la radio encendida y generalmente alguna fulana con las polleras arremangadas. Supongo que esto es saludable, pero los que merecen toda la lastima del mundo son ellos y no creo que les alcance. No les envidio nada. Mal o bien nosotros estamos vivos. Eso es algo que ellos no saben mejor así porque si no se nos echarían encima. 
Creo que el tipo aquel se dio cuenta. Precisamente fue por el tiempo que atropellaron al Tito. Había detenido el coche a un costado, no muy lejos del portón, y parecía dormido. Era un Peugeot nuevito con un par de retrovisores sobre el guardabarros que debían valer sus buenos pesos. 
Estaba mirando el coche cuando el tipo pareció despertar y me sonrío tristemente, un poco más que los otros. Era un tipo viejo y refinado. Abrió la puerta y dejó que mirara dentro. Luego me preguntó si quería subir y yo, naturalmente, le dije que sí. 
Digo naturalmente porque los coches me entusiasman tanto como las locomotoras a mi viejo y si tuviera uno me llevaría todo por delante. Mi hermano apareció un día con un bote impresionante y nos llevó a dar una vuelta. Al Tulio, al Negro, al Tito, que vivía en esa época, al Beto. Fue un gran gesto. Yo iba al lado de mi hermano, con la radio a todo lo que daba. En la Costanera lo puso a cien y después no quise mirar más. Los tipos de los coches no amenazaban con los puños y gritaban cosas que no alcanzábamos a oír, aunque no hacia falta. Mi hermano no los miraba siquiera. Parecía más tranquilo que nunca y como si en realidad no estuviera con nosotros, con nadie en el mundo sino completamente solo sobre el camino a ciento veinte por hora. Me prometí entonces tener algún día un bote como ese. Es lo único que les envidio a los tipos, pero ni con eso me caminaría por ellos. 
El tío dio una vuelta por la costanera y al rato yo me había olvidado de él. No veía nada más que aquel paisaje en llamas que corría y saltaba hacia atrás, corría y saltaba y mi corazón saltaba y corría también. 
El tipo paró entre los árboles, frente al río, puso la radio muy bajo y después de suspirar un rato comenzó a hablar en un tono relamido sobre cosas que yo no entendí muy bien. Según parece era muy desdichado y la verdad que no tenia necesidad de decírmelo. Se había dado vuelta y me susurraba al oído toda esa desdicha, una desdicha muy particular porque a mí nunca se me hubiera ocurrido que un tipo podía ser desgraciado por todas esas tonterías. Se veía que nunca había pateado la calle con las tripas vacías, ni había tenido que saltar entre los vagones con un par de botones a remolque. El tipo me miraba a los ojos con su cara flaca y descolorida tan cerca de la mía que tenia que torcer la vista para mirarlo. Yo trataba de mostrarme cortes porque, si he de decir la verdad, el pobre coso me daba lastima. Bueno, primero me apoyo sobre la pierna una de sus manos secas y chatas como espátulas. No vi nada de particular en eso aunque no estoy acostumbrado a tales tratos. Luego, sin dejar de quejarse ni de suspirar, deslizo la mano hacia la bragueta y comenzó a frotarme delicadamente. Daba la impresión de que lo hiciera otro, en el sentido de que ni el propio tipo demostraba estar enterado de lo que hacia su mano. Yo me quede duro, lo cual es algo más que una frase porque al rato, y contra mi voluntad, tenia el pajarito firme y tirante como un resorte. Siempre hablando y suspirando el tipo me desabrocho la bragueta y el pajarito asomó la cabeza alegremente. A esa altura yo no sentía disgusto propiamente dicho, pero de repente me acorde de mi hermano. Cuando estoy confundido pienso en el porque sin o me pierdo del todo y a partir de ahí se me ordenan las ideas. Me acorde de mi hermano pues, y entonces vi aquel rostro en toda su mísera y desdichada soledad. Aparte al tipo de un empujón y salte del coche con el pajarito todavía afuera. Me volví del otro lado de la calle y le hice un corte de manga. El pobre tipo me miraba tristemente desde la ventanilla del Peugeot y me sonrió todavía, con la sonrisa más desgraciada del mundo. Entonces, sentí una lastima negra. Hubiera querido sonreírle yo también, pero tal vez no lo habría entendido. Di media vuelta y me fui abrochándome la bragueta.
Son las cinco y media. La gente comienza a volver a casa. Las villas están envueltas en una luz somnolienta. Las chimeneas de la usina cuelgan en medio de una nube de humo que se aplana sobre el río. Los vidrios del edificio de Telecomunicaciones brillan con un resplandor polvoriento. Del otro lado los trenes se evaporan en una mancha anaranjada que borra el paisaje de casillas y galpones hacia el oeste. Grupos de mocosos chillan y corren en los baldíos junto a las vías. 
A esta hora las villas lucen mejor que en cualquier otra. No se cuanto durare aquí, pero de quedarme quieto no cambiaría esto por nada del mundo. 
Ni la vieja ni los muchachos han vuelto todavía. Dejo la cartera y el guardapolvo que traigo arrollado debajo del brazo, agarro un pedazo de pan y doy una vuelta antes de que regresen. 
El viejo del Tulio está sentado a la puerta de la casilla con los pantalones arremangados y el mate en la mano. Un avión del aeroparque pasa tronando sobre nuestras cabezas. 

Cruzo las vías y después de bagar un rato entre los galpones y las locomotoras abandonadas me siento sobre una pila de durmientes como hacia cuando estaba el viejo. Naturalmente, me acuerdo de él, y después del Tito o de cualquier otro, por supuesto, de mi hermano. De todos los que se fueron. Es como si estuvieran aquí, a esta hora. Algunos me miran, otros me dicen cosas. Yo les sonrío y a veces les respondo. Sé que tarde o temprano iré tras ellos. Tarde o temprano la vida se me pondrá por delante y saltare al camino. Como un león.

Canción para un niño de la calle – Mercedes Sosa ft. Calle 13

Mercedes:
A esta hora exactamente hay un niño en la calle,
hay un niño en la calle.
Es honra de los hombres proteger lo que crece,
cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,
evitar que naufrague su corazón de barco,
su increíble aventura de pan y chocolate.

Poniéndole una estrella en el sitio del hambre,
de otro modo es inútil, de otro modo es absurdo,
ensayar en la tierra la alegría y el canto
porque de nada vale si hay un niño en la calle.

Calle 13:
Todo lo toxico de mi país a mí me entra por la nariz,
lavo autos, limpio zapatos,
huelo a pega y también huelo a paco,
robo billeteras pero soy buena gente, soy una sonrisa sin diente.
Lluvia sin techo, uña con tierra,
soy lo que sobró de la guerra.
Un estómago vacío, soy un golpe en la rodilla que se cura con el frío,
el mejor guía turístico del Arrabal,
por tres pesos te paseo por la capital.
No necesito Visa pa' volar por el redondel,
porque yo juego con aviones de papel.
Arroz con piedra, fango con vino
y lo que me falta me lo imagino.

Mercedes:
No debe andar el mundo con el amor descalzo,
enarbolando un diario, como un ala en la mano,
trepándose a los trenes, canjeandonos las risas,
golpeándonos el pecho con un ala cansada.
No debe andar la vida, recién nacida, presa
la niñez arriesgada a una estrecha ganancia.
Porque entonces las manos son inútiles fardos,
y el corazón apenas una mala palabra.

Calle 13:
Cuando cae la noche duermo despierto,
un ojo cerrado y el otro abierto,
por si los tigres me escupen un balazo,
mi vida es como un circo pero sin payaso.
Voy caminando por la zanja,
haciendo malabares con cinco naranjas,
pidiendo plata a todos los que pueda
en una bicicleta de una sola rueda,
soy oxígeno para este continente,
soy lo que descuidó el presidente.
No te asustes si tengo mal aliento,
o si me vez sin camisa con las tetillas al viento,
yo soy un elemento más del paisaje,
los recibos de la calle son mi camuflaje,
como algo que existe, que parece de mentira
algo sin vida pero que respira.

Mercedes:
Pobre del que ha olvidado que hay un niño en la calle,
que hay millones de niños que viven en la calle,
y multitud de niños que crecen en la calle
yo los veo apretando su corazón pequeño.
Mirándonos a todos con fabula en los ojos,
un relámpago trunco les cruza la mirada,
porque nadie protege a esa vida que crece,
y el amor se ha perdido
con en un niño en la calle.

Calle 13:
Oye, a esta hora exactamente hay un niño en la calle.

Mercedes:
Hay un niño en la calle...

viernes, 5 de septiembre de 2014

Cabecita negra - Germán Rozenmacher

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro de verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el balcón. ¿A quién se le ocurría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal y hacía pocos meses había comprado el pequeño Renault que ahora estaba abajo, en el garaje y había gastado una fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos, donde los desórdenes políticos eran la rutina había estado varias veces al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia, que en el vida uno no podía hacer todo lo quería, que tenía que seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran "señor". Y entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era más espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Un mujer aullaba a todo lo que daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto la mujer gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el brazo.

-Quiero ir a casa, mamá -lloraba-. Quiero cien pesos para el tren para irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.


-¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? -la voz era dura y malévola. Antes que se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.
-A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
-Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
-Viejo baboso -dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro y sobrador que tenía adelante-. Hacéte el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
-Vamos. En cana.
El señor Lanari parapadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al policía.
-Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara. ¿Usted sabe con quén está hablando? -Había dicho eso como quien pega un tiro en el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.
-Andá, viejito verde, andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y ahora te querés lavar las manos? -dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada, mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía que ver él en todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y entonces no lo creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.
-Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer -dijo señalándola. Sintió que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.
-Señor agente -le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.
-Venga a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo que le digo es cierto  -y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró: -Vivo ahí al lado -gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las cuatro de la mañana, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.
-Dame café -dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí. El señor Lanari tenía su cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con ese hombre. Pero ¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió que justo ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que podías ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
-Qué le hiciste -dijo al fin el negro.
-Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el favor de... -el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaban haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.
-Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:
-Este no es, José. -Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro y vio que se detenía, bruscamente y vio que la mujer se levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro "Por fin se me va este maldito insomnio" y se quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar todos los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer, a quién recurrir? Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras? "Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada" trataba de decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado. "La chusma", dijo para tranquilizarse, "hay que aplastarlos, aplastarlos", dijo para tranquilizarse. "La fuerza pública", dijo, "tenemos toda la fuerza pública y el ejército", dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

Mis harapos - Antonio Tormo

Caballero del ensueño, tengo pluma por espada,
mi palabra es el alcázar de mi reina la ilusión,
mi romántica melena, así lacia y mal peinada,
es más bella que las trenzas enruladas de Ninón.

Tengo un primo él es rico, poderoso y bien querido,
yo soy pobre, soy enfermo, pienso, escribo y sé soñar.
Y una noches, de ésas noches, tan amargas que he sufrido,
mis harapos con su smoking, se rozaron al pasar.

Mi miró como al descuido, no dejó su blanca mano,
se estrechara con la mía, contagiándole calor.
Él su smoking lo vestía ¡mi elegante primo hermano!
y alejóse avergonzado de su primo, el soñador.

El helado cierzo a ratos, arreciaba, incompasivo,
yo sentía frío adentro, frío afuera y todo así,
y arrimándome a una puerta rompí en llanto compulsivo
y llorando como un niño ¡como un hombre maldecí!

Vas rozando las hilachas de mis trágicos harapos
una mueca de ironía mi miseria le arrancó.
¡También ríen en los charcos los inmundos renacuajos
cuando rozan el plumaje de algún cóndor que cayó!
¡déjame con mis harapos! ¡son más nobles que tu frac!
Arquetipo inconfundible de tartufos que disfrazan,
con el corte irreprochable de algún smoking o de un frac.
Tú eres, primo, el arquetipo, mis orgullos te rechazan...

Villa Miseria también es América - Bernardo Verbitsky

CAPÍTULO 1
El recuerdo terrible de Villa Basura, deliberadamente incendiada para expulsar con el fuego a su indefenso vecindario, era un temor siempre agazapado en el corazón de los pobladores de Villa Miseria. La noticia de aquella gran operación ganada por la crueldad, no publicada por diario alguno, corría no obstante como un buscapiés maligno. Y en todos los barrios de las latas, que forman costras en la piel del Gran Buenos Aires, supieron desde entonces que en cualquier momento podían ser corridos de sus casuchas como ratas. Durante un tiempo velaron guardias nocturnas en Villa Miseria, para no ser sorprendidos. Nada ocurrió, en muchos meses. Pero una madrugada desperté el barrio en medio del amenazante y confuso rumor de voces de mando y ladridos de perro, entre gritos de intimidación y de alarma. Hombres y mujeres, sobresaltados, mal despiertos y a medio vestir, sintieron la angustia de ser, ellos y sus familias, el objeto mismo del ataque. Cada vivienda era un hogar. Seria dispersado al viento entre llamas y humareda. Las linternas, las cabezotas de los perros, aparecieron en la entrada de los ranchos abiertos. Las puertas cerradas eran sacudidas a golpes y patadas. Se alzó entonces un enorme clamor, proyectado de casa en casa. Los mismos policías estremecieron ante ese bramido de desesperación de todo el barrio. Pero no venían a incendiarlo. En esa hora incierta anunciaron sucesivamente su detención de unos setenta habitantes del barrio, sin que se supiese por qué elegían a unos y dejaban libres a otros. Los condujeron a la calle, agrupándolos en la vereda. Los que preguntaron por la razón del arresto, solo obtuvieron una respuesta de silencio, empujones y amenazas. Eran las cuatro de la mañana cuando la derrotada columna empezó a marchar en dirección a la comisaria, a pocas cuadras de allí. Cruzaron un paso a nivel. Iban resignados, y con un fondo de temor, no por ellos, sino por los que quedaban, por su gente, por el barrio mismo. Seguía siendo noche cerrada cuando con voces autoritarias, los ubicaron en una galería trasera del viejo edificio policial.
Lejano parecía lo que fue para ellos un acontecimiento el día anterior, pocas horas antes. En su mayoría estaban libres porque era feriado, y casi todos desfilaron por la casa de Aureliano Gómez, oficialmente inaugurada. El enfermero era hombre optimista y sin dejarse impresionar por algunas burlas y por la falta evidente de futuro, se hizo construir una vivienda con ciertas comodidades que allí parecían lujos fastuosos. Era de ladrillo, material poco usado en ese mundo de madera y lata. Un poco en broma, decían que tenía tres piezas, pues si en realidad era una construcción baja y cerrada como choza de esquimal, tenía suficiente amplitud como para marcar en ella tres ambientes. Al pasar la puerta se entraba a un pequeño sector que correspondía a una salita de recibo, aunque no era más que un rincón en el que solo cabían una silla y una mesita con la radio. Sin separación, el dormitorio, de cuyo techo colgaba a la altura de la cabeza una vieja araña de luces, con tulipas de vidrio. Era allí una coquetería y un alarde. Del dormitorio, se pasaba a una especie de “hall” interno con piso de tierra al que se abrían la cocina y el baño, el único baño interno de toda la Villa, que evitaba a esa privilegiada familia el salir a la intemperie para usarlo. Claro que el agua debían ir a buscarla a la bomba, como todos. Pero tenía su propio pozo ciego. Y su losa blanca, allí donde solo existía un agujero y la arpillera que lo rodeaba simbolizaba el progreso recorrido por la humanidad en el camino do la higiene y del confort pero también en el del decoro, pues protegía al individuo, atenuando ciertas imágenes de su animalidad. Era, en el lugar, un deslumbramiento. Pero ahora en la Comisaria el recuerdo del día anterior solo les hacía pensar en la inutilidad de cualquier esfuerzo.
— ¿Qué le está causando gracia, don Gómez? —le preguntó Pastor.
— ¿Me río de las ganas que tengo de tomar mate —dijo.
Pasaban las horas y aún ignoraban por qué los habían traído. Fluctuaban entre la indignación y una resignada pasividad, y entre una y otra reaparecía el temor de que en ese momento estuviesen prendiendo fuego a sus viviendas. A media mañana los arrearon hasta una habitación, en la que fueron entrando hasta que no hubo espacio para uno más. Veinte debieron quedar en la galería. Creyeron que iban a conocer por fin las causas de la detención, aproximándose así a la libertad, pero allí amontonados tuvieron tiempo de rumiar nuevas conjeturas. Se escuché un quejido y advirtió el enfermero que el rostro pardo de Evelio- quedaba descolorido en una palidez verdosa. El lugar era cerrado y sin ventilación y también otros empezaron a sofocarse, contagiando su alarma y su angustia a los demás: Godoy indico una ventana clausurada que él mismo hizo saltar.
Esperaban castigo, inciertos peligroso de alguna índole desconocida, por lo menos un interrogatorio, pero nada sucedió. La misma seguridad de que la razón estaba de su parte, los domesticaba, manteniéndolos en su fatalismo de siempre. Se aclararía el error y quedarían libres. La injusticia era parte de su normalidad. Fabián Ayala, cuya palabra era escuchada, había opinado que era preferible evitar una protesta ruidosa. Su tranquilidad contribuyó a mantener en calma a los demás. Aureliano, que exigió su libertad, pues debía tomar servicio en el Sanatorio donde trabajaba, nada obtuvo, tampoco, de su tono apremiante.
Quedé establecida la primera comunicación cuando convencieron a un vigilante para que les consiguiera pan y fiambre. Y pudieron encender cigarrillos llegados por la misma vía. La escasa comida sirvió al menos para distraerlos.
Ayala, al mirar el reloj, comentó:
— Son las diez de la mañana. Va a hacer seis horas que estamos aquí.
—No se ve nadie —dijo uno que volvió del baño.
Ignoraban que en ese momento todo el personal de la Comisaria constaba de tres hombres, un auxiliar, un cabo y un agente, pues los demás actuaban afuera. Escucharon el estampido distante de una bomba y esperaron otro, pues con dos convocaban en el lugar a los bomberos voluntarios. Aún temían que el barrio fuese incendiado. Pero no se repitió. Frenético, Aureliano provocó entonces un escándalo, explicando a gritos al agente que su sanatorio atendía los servicios sociales de varios Sindicatos y le recalco que al Comisario le interesaría saberlo. Le permitieron hablar por teléfono y, enterado el gerente del Sanatorio, prometió mover las debidas influencias y venir, además, personalmente. Llegó a las 11, y obtuvo la libertad del enfermero. Entonces el Comisario creyó llegado el momento de interrogar a todos. Como eran setenta, la tarea de anotar todos los nombres y los datos personales, dura hasta las cuatro de la tarde. Pasaron de a uno a una habitación contigua donde les hicieron mil preguntas sobre la familia, el trabajo, la forma en que llegaron al barrio, el tiempo que estaban en él, sus planes futuros. Luego de registrar sus respuestas enviaron de nuevo al interrogado con los demás, en cuyo cansancio fermentaba una nueva rebeldía. Pero a las cinco de la tarde, cuando habían completado trece horas de arresto, los dejaron en libertad, sin darles ninguna explicación.

CAPÍTULO 2
El barrio sintió la humillación impotente de un hombre abofeteado. Y se temían nuevas sorpresas. Hablando y hablando, la gente buscaba su equilibrio, pero las conjeturas alargaban la incertidumbre. Muchos de los retenidos en la Comisaria, faltaron al día siguiente al trabajo, y casi toda su población pululaba en las callejuelas de la Villa convulsionada que solo en la conversación interminable hallaba algún desahogo.
— Y lo que vendrá será peor —dijo Grijera interpretando el temor de muchos.
— ¿Vos sabés—le dijo el risueño Nicandro a Filomeno— lo que pensé en la Comisaria?
— ¿Qué pensaste?
— Que a lo mejor nos llevaban para avisamos que iban a levantar el monoblock.
Aludía a una frase del santiagueño; meses atrás cuando soportaban una de las periódicas inundaciones que los sumergían, al mismo Nicandro le había dicho:
— Ese amigo tuyo que habla tanto por la radio para decir que todo es de nosotros, ¿cómo nos deja vivir con cl barro?
— El día que a él se le ocurra —contesto Filomeno- levanta aquí un monoblock para todos.
Aquella respuesta se hizo célebre en la villa, pero en este momento la alusión no causó gracia a Filomeno cuya expresión taciturna se volvió peligrosamente amenazadora. Un minuto después se estaban trompeando con ferocidad ya que Nicandro se vio obligado a defenderse y pelear. Costo separarlos. Con ayuda de otros lo logro Fabián, no sin antes recibir un puñetazo en la cara. Le preocupaba más el incidente que el golpe. Pasase lo que pasase la masa peronista no culpaba a su líder por lo que ocurrirse, y no lo reprochaban el hallarse empantanados en el lugar. Momentáneamente, como una tropa que se prepara a luchar por futuros objetivos, acampaban en el barro. Para mucha gente de la ciudad era la barbarie, la montonera gaucha que había llegado a las puertas de la Capital.
— Si nos matamos entre nosotros…—dijo Fabián aun jadeante, a Godoy.
Viéndolos a todos moverse de un grupo a otro, Fabián fue a buscar una escoba, y cerca de donde los demás conversaban empezó ostensiblemente a reunir la basura tirada delante de una de las viviendas. Isolina se le acercó ofreciéndose a realizar ella ese trabajo, pero no insistió al descubrir entre los desperdicios una rata muerta, de cuerpo alargado, ardo, con un despellejamiento rojo en un costado al que se prendían unas moscas de un hermoso color verde.
— ¿No tiene un poco de kerosene, Isolina? Esto hay que quemarlo.
Fabián no deja de observar la mirada ansiosa con que la siguió Páez, un muchacho con aire de peoncito gaucho, cuando ella se alejó. Isolina tenía provocativa pinta a pesar de su desaliño ligeramente sucio. Fabián oculto la rata bajo papeles y otros desperdicios, y después de rociarlo todo con kerosene que ella le trajo, le arrimó un fosforo. La llama, al principio débil, se agrandé de golpe.
— Cuidado ustedes —previno Fabián, alejando a los chicos que se aproximaban demasiado.
— Yo le traigo más para quemar, así aprovechamos este fuego —ofreció Páez solícito.
— Espere, será mejor con mi carretilla —propuso Godoy, que también se había acercado.
Godoy, habilísimo mecánico de frigorífico, con la pequeña carretilla, y Páez, peón de funeraria, que le siguió con la escoba y una pala, fueron recogiendo basura de la que se acumulaba en muchos Iugares. Vieron un montón en el patio delantero de una vivienda. Páez se dispuso a entrar para recogerlo, pero antes de que traspusiera la puertita, Godoy Io detuvo.
— Creo que Benítez está.
Golpeó las manos. Salió el hombre. Estaba en mangas de camisa como los demás.
— Somos los recolectores municipales —le dijo humorísticamente Godoy, mostrándole la carretilla llena— y veníamos a ver si nos podíamos llevar lo que tiene allí.
— ¿Y a dónde lo van a llevar? —dijo Benítez, desconcertado.
— La estamos quemando.
Entonces reconoció Benítez la presencia de Fabián y sus ideas. Irritado, no contra los que vinieron sino contra aquél, que parecía provocarlo con sus iniciativas, contestó:
— No se molesten, será mejor que lo dejemos aquí.
— Pero si no es molestia. Cabe en la carretilla, y no pesa mucho, tampoco.
— Dejen no más, si ya la iba a quemar yo mismo, en el patio. Cada uno puede atender a lo suyo. ¿No les parece?
— Como usted diga. Pero no está mal que entre todos hagamos el trabajo. No es cosa de ofenderse, tampoco. Si la gente de buena voluntad pone el hombro…
Como para cortar la discusión, Benítez saco del bolsillo una caja de fósforos y acercó fuego a los papeles, que se fueron encendiendo. Agachado, desahogaba rezongando su exasperación, que trataba de disimular.
— Cuidado con esa cortina -le previno Godoy viendo la dirección de las llamas.
Y empuñando las varas de la carretilla, se alejó con Páez.
Hasta los chicos cooperaban, arrojando a la fogata papeles, alguna maderita. Pensaba Fabián que ésa era la única manera de combatir el desaliento de la gente. Avanzaba un poco a ciegas, solo guiado por su intuición. El trabajo en común, en equipo y con conciencia de que formaban una comunidad, era lo único que podía salvarlos. Había allí gente que conservaba un charco delante de la puerta en lugar de colocar unas piedras o unos ladrillos. Intentar cualquier cosa, antes que ese tipo de resignación. Trabajando se repecha la difícil cuesta de una salida hacia el futuro. Trabajando creaban el futuro en el presente, y disfrutaban el placer de ese esfuerzo. Al menos, él lo sentía. Algunos consideraban estéril todo acto. ¿A qué atarearse? Para ser dueños de ese basural, en el mejor de los casos. Pero trabajar es probarse, luchar por algo, es, al menos, respirar hondo. Los chicos se divierten mientras las lenguas de fuego vencen al humo y se elevan, indicando de alguna manera una victoria. Lo que aterraba a veces en ese lugar era la intuición de que allí no existía futuro, de que estaban en un inmóvil círculo del infierno. Todos los caminos estaban clausurados; era un mundo especial cerrado en sí mismo, inmutable hasta la eternidad. Benítez, que observaba la reunión, no pudo resistir la tentación de acercarse, y llegó a tiempo para oír decir a Fabián:
— Lástima que no hicimos venir la tierra para esta mañana en lugar de pedirla para el sábado. Entre todos hacíamos el trabajo ahora mismo.
— Cierto, pero ¿quién hubiera adivinado que hoy casi nadie trabajaría? —dijo Godoy.
Sorprendió a todos la violencia con que habló Benítez:
— ¿Pero están locos, ustedes? Después de lo sucedido, ¿quién piensa en traer esas camionadas?
Fabián rebuscó su voz más calmosa para preguntar:
— ¿Después de lo que sucedido? ¿Qué tiene que ver?
— Conmigo no cuenten. Si a ustedes no les basta, yo no me muevo más. Y no esperen que ponga la parte que me tocaba. Esa es plata perdida, y a mí no me sobra.
— Usted no ponga, nadie lo necesita —terció fastidiada Isolina.
— Con usted no hablo.
Fabián contuvo a Isolina, y prosiguió en su tono sereno y sorprendido:
— ¿Por qué no vamos a traer la tierra? No sé por qué, si ellos nos persiguen, nosotros vamos a…
Hablaba como si realmente no entendiera la relación. Temía que Benítez les contagiara su derrotismo y ésa era también una manera de ganar tiempo hasta encontrar argumentos. Actuaba sin embargo espontáneamente al oponerle su acostumbrada firme suavidad. Desde esa posición, aseguro, en forma categórica:
— Al contrario, hay que traerla, hay que traer más tierra y desparramarla entre todos, como se resolvió.
— ¡Ja! A mí no me toma el pelo usted. Qué tanto rellenar los bajos si el patrón al fin nos echara a todos. ¿O ustedes trabajan para él y quiere que nosotros formemos su cuadrilla?
Y se rió insultante. Eso era demasiado. Fabián se irguió en su metro ochenta de estatura. Su reacción natural vencía a su espíritu de conciliación, y apreté los puños. Ramos, que había llegado a tiempo para observar la escena, avanzó delante de Fabián, para decir:
— El señor es muy dueño de no trabajar con nosotros, si no quiere. Nadie lo va a obligar. Al contrario. Si esto piensa de… —iba a decir “de un compañero", pero como hablaba con lentitud tuvo tiempo de decir…— de nosotros, es mejor que no colabore.
Benítez vio las miradas hostiles. Todos ellos formaban contra él en ese momento un bloque, dispuestos a castigar su mala fe si mantenía su intención agraviante, y opto por retirarse en silencio.
— Si no se va yo le arranco los ojos, le dejo la marca de mis uñas -dijo Isolina.
— Pero eso le gustaría a Benítez, así tomaría importancia su mala voluntad. No contestándole, se envenena solo.
A ella le gusto el punto de vista, un motivo más para admirar a Fabián. Y se pacificaba, sintiendo que el no haber hecho nada, fue sin embargo una forma de complicidad con él.
— El camión viene el sábado, ya es seguro. Me hablo López, pero con todo el lio me olvidé de avisarles —explicó Ramos.
— Si Ramos tarda un minuto en hablar, me parece que Ayala lo amasija —dijo Pastor.
— Es un mal bicho y no hay que descuidarse.
— Yo creo que hablando se entiende la gente, pero es un hombre que no da razones. Y no comprende que le- hace el juego a los que quieren echamos. Pero les va a costar, si 10 hacemos nuestro, al lugar.
Fabián expresaba vagamente el sentido de su actitud. No pensaba, por cierto en alguna base jurídica de posesión sino que definía y proponía una actitud a que lo impulsaba su modo natural de ser. Tenía confianza en ese y en todo trabajo que pudieran realizar juntos. Era lo único que podían hacer, pero era la forma de soslayar la impotencia. Rellenando los bajos, quemando la basura, demos traban que algo estaba en las propias manos.
También para Ramos, el malón sufrido solo re presentaba un incidente. Y esa tarde resolvió levantar las tablas de madera que cubrían el piso de portland que termino en el porche de su vivienda unos días antes. Su casa, una habitación y una cocina, era rústica y edificada con ladrillos colocados de canto, pero de todos modos una de las pocas de material.
— Ya está seco el cemento —dijo a Roberto, su chico, que lo miraba trabajar.
— Papá, son las patitas —mostró excitado el niño, que solo tenía cuatro años.
Ramos no entendió en el primer momento, pero luego se dio cuenta que en el cemento quedaron dos veces las evidentes huellas de la planta de un perro.
— Victorino —completó el chico, nombrando al indudable dueño de esas impresiones digitales; le causaba gracia y llamé a la madre para que las viera.
— Tomamos mate aquí —dijo ella, que traía una silla de junco y el banquito de la cocina.
— Es un porche de lujo —dijo Ramos orgulloso de su obra—. Vamos a inaugurarlo. Sirvo yo.
— Tengo que hablarte de algo —dijo Elba al de volverle el primer mate que él le babia extendido.
— ¿Qué pasa? —extrañado, interrumpió la caída del agua antes de que el mate se llenara. Le preocupaba el escaso interés de Elba por el flamante piso de cemento.
— Bueno; de nuevo pienso que yo también debo trabajar.
— Hace mal en insistir.
— Y oponerse, ¿no está mal? Nadie me lo puede probibir.
— ¿No quedamos que por ahora…?
— Pero he cambiado de idea.
— Usted ha cambiado de idea, pero me parece que yo no voy a cambiar.
Ella media en el “usted” y en el tono de su marido la contenida violencia de su oposición. Creyó necesario explicarle:
— No es capricho. ¿Por qué si lo que uno gana no alcanza, se va a quedar el otro cruzado de brazos?
— Así que no alcanza…
La mirada de él se hizo más dura al decirlo.
— No lo convierta en cosa contra usted. ¿No puede ser algo planeado entre los dos?
Él no contesto, y ella siguió, entonces, sin abandonar el "usted" que en su boca no encubría hospitalidad sino una forma de gentileza:
— Tiene buena mano, usted; le ha salido bien el piso de cemento. ¿Pero quiere creerme? Se me ocurrió la cosa, al ver tan lindo el porche.
— ¿Qué tiene que ver?
En su voz y en su mirada había el mismo asombro. Pero el asombro no era peligroso, como la tensión de antes. Elba cedía en la voz, sin renunciar a su plan. Quería razonarlo.
— Tiene mucho que ver. No quiero más comodidades, no pienso encariñarme. Me gusta que la adorne, a la casa, claro, pero entonces, ¿quiere decir que nos vamos a quedar siempre? Esto es peor que la incomodidad. La incomodidad se aguanta ¿pero qué quiere? ¿Qué me acostumbre a la idea de no salir más de aquí?
Y le apreté el corazón la misma angustia con que desperté en la madrugada de Ia batida para ver a su marido tratando de ponerse el pantalón mientras el policía apurado por llevarlo le impedía vestirse.
— Pero es que no quiero que trabajes -dijo él, ahora sin irritación.
— Ya lo tengo determinado.
— No lo voy a permitir —dijo él en un nuevo esfuerzo por mantener su posición.
— ¿Acaso quiero violentar tu voluntad? Pero no hay más remedio. No hay que cortarle a una el gusto de ayudar.
— ¿Y el chico? —dijo él, apelando por ultimo al argumento que creía decisivo.
— Por el chico quiero hacerlo. Tiene cuatro años. Si trabajo ahora, cuando empiece a ir a la escuela podré estar en casa para atenderlo. En casa, y en una casa, no en medio de esta charca.
— Está bien —dijo Ramos pensativo, con el respeto y la admiración que muchas veces sentía por su mujer — ¿Y de qué piensa trabajar, si se puede saber?
— Ya lo tengo todo averiguado, y el empleo conseguido.
— Aja. Creí que había querido consultarme.
Ella se sonrió, y él, cediendo, también. Agregó:
— ¿Y dónde?
— Aquí muy cerca, en la Hilotex.
— Cerca queda.
Se levantó, alzando el banquito, para comprobar que sus patas de madera no dejaron marca en el piso ya seco del porche. Si, su marido, que era capacitado mecánico en una fábrica de cocinas de kerosene, se daba mafia para todo. Había hecho un contrapiso de ladrillo picado y sobre éste alisó la capa de portland. Pero ella no quería tumbas confortables en el barrio de las latas y tenía que luchar contra el conformismo de Ramos que se adaptaba a todo, y todo lo soportaba, buscando siempre el lado bueno de las cosas.
— Pero ¿y el chico? No me ha contestado. ¿Lo va a dejar solo?
— Solo no. Me lo va a cuidar Jerónima, ya hablé con ella. Deja de trabajar el viernes, porque espera un hijo; por eso sé que va a cuidar al mío.
Ramos aceptaba ya la nueva perspectiva aun sin saber cómo iba a ser eso. La idea de que era humillante para él ya no le perturbaba. Elba quería trabajar; buena y recta compañera, le bastaba actuar con naturalidad para tener razón.

CAPÍTULO 3
El sábado, por la tarde, no llegó el aguardado camión de tierra, pero en cambio en la entrada del barrio se detuvo un viejo coche de plaza de capota curvada tirado por un caballo evidentemente más joven que el vehículo y que su conductor, que en ese momento se daba vuelta para mirar a su pasajero, cuya indicación de parar había obedecido. El hombre que, sentado, inmovilizaba con una mano su cama turca, un elástico con cuatro patas de madera torneada, descendió del coche haciéndolo inclinar hacia el costado del estribo que pisé. Deposité el desnudo armazón sobre la vereda. Luego saco del interior del coche un bulto hecho con una frazada cuyas puntas atadas parecían orejas, y se dispuso a pagar su viaje. En ese mismo momento llegaba allí, del lado opuesto, una familia de siete personas: padre, madre y cinco chicos, el mayor de los cuales tenía diez años y el menor tres. No se decidían a entrar. Pero en medio de su evidente vacilación, parecía interesar mucho a la familia ese elástico plantado allí en la vereda. Ellos no traían cama; solo los bultos, parecidos pero más grandes que el del pasajero del coche. Por cierto que el cochero no arrancaba, atraído por la escena. El del elástico era fornido, de pelo claro, con ese tostado dorado de los rubios, y tenía un aire de marinero, pues solo vestía un pantalón oscuro y una remera azul, mezcla de tricota y camiseta liviana de escote circular. Advirtió el desconcierto de esa gente y deseando darles ánimo les dijo con sonrisa tímida:
— Parece que vamos a ser vecinos.
— ¿Usted también viene a vivir aquí? –preguntó el hombre de cara aindiada, jefe de ese grupo que ahora lo rodeaba.
— La verdad de las cosas, si —contestó.
— Tenemos que preguntar por Ramos —dijo la mujer— Vive aquí, está casado con una prima mía.
— Vamos a averiguar.
Y cargando su elástico al hombro, y el bulto en una mano, se metió en una especie de calle interior a cuyos flancos se alzaban las casillas de madera. La familia lo siguió, mas resuelta. Media docena de chicos les salió en seguida al encuentro. Allí estaban las mejores viviendas, dispuestas mas espaciadamente, pero a medida que avanzaban, el aspecto se tornaba más miserable, y las construcciones más endebles, de lata, o de cartón que parecía tras que otras semejaban grandes cajones sin aberturas. Variaba el material, el color, y también la inclinación de esas casuchas torcidas. Por todas partes se asomaban sus ocupantes que observaban a los nuevos, a quienes indicaron el rumbo que debían seguir, en medio de los vericuetos. A Elba se le cayó el mate al levantarse de un salto cuando reconoció a su prima y su familión.
Los hombres no se conocían. Ramos era argentino, nacido en el Chaco, y los recién venidos eran,
como Elba, paraguayos. Se hicieron las presentaciones, no exentas de ceremoniosidad. Elba atendió a los cinco sobrinos. El del elástico siguió sin detenerse hacia su propio agujero, una breve piezucha, compartimiento de una construcción baja, de chapas acanaladas pintadas de rojo granate oscuro apoyadas sobre el paredón de la fábrica que cerraba el barrio por el lado oeste. Acomodo su cama y su pequeño atado encima y se volvió hacia el porche de Ramos. En sus dos metros cuadrados había ahora unos diez vecinos, casi todos paraguayos, ansiosos de obtener noticias de los compatriotas que venían directamente del país que ellos habían dejado ocho años atrás. Y hablaban todos a la vez, y para peor, como pensó el del elástico, en un idioma incomprensible.
Ramos se ponía sombrío cuando su mujer se le perdía al conversar en guaraní con sus paisanos. Elba vio su cara y le hizo un ademan que significaba que ya le explicaría todo.
— Parece que tiene visitas -dijo a Ramos su vecino, el salteño Godoy, un hombre joven, delgado, de agudas facciones, piel muy oscura, con unos rasgos que le hacían parecer árabe, tal vez egipcio. Godoy, que era de la comisión de vecinos, advirtió Ia presencia del hombre del elástico, a quien había conocido cuando aquél alquilé su vivienda.
— ¿Cómo le va, Codesido? – lo saludó cordialmente.
Le dio un apretón de manos saludando ostentosamente su incorporación al lugar. Al oír hablar en castellano, el paraguayo recién llegado interrumpió sus diálogos con la gente que lo rodeaba. Ramos hizo la presentación explicando la existencia de la comisión de vecinos de la que otros de los presentes también formaban parte. Godoy, con cierta solemnidad, como siempre, le dio oficialmente la bienvenida en ausencia —dijo- del compañero Fabián Ayala, el Presidente de la comisión, que esa tarde, a pesar de ser sábado, debía cumplir su trabajo de pintor en una obra en la que se había atrasado justamente por la demora sufrida en la comisaria.
Godoy, impulsado por una curiosidad cordial y por el sentimiento de sus deberes de hospitalidad, hizo preguntas minuciosas y el paraguayo, que se llamaba Galeano, se mostró dispuesto a repetir y a ampliar lo que ya había adelantado en guaraní a sus paisanos. Godoy comenzó por preguntarle si venia solo o con la familia, pues en medio de esa aglomeración de grandes y chicos no podía distinguirse a la población estable de los nuevos.
— Yo tengo cinco familias —contestó el otro, equivocando el término; en realidad, se expresaba sin fluidez en castellano.
— Cinco chicos, quiere decir —aclaró Elba, que traía en un plato una gruesa rosca.
— Geté pa co chipa guazú. ¡Qué rica esta la chipa grande!
La vocecita del paraguayito que celebraba en guaraní con entonación jubilosa el pedazo de torta que iban a darle, hizo reír a todos.
Elba, después de convidarlos, propuso a su prima que fueran a la vivienda que iban a ocupar, situada allí cerca, en uno de los recovecos inmediatos.
Se fue con ellos una parte de las mujeres y los chicos y entonces los hombres se acomodaron sentándose en sillas y en los bancos que limitaban el porche de Ramos. Contestando a las preguntas que le dirigían, Galeano compuso un relato enmarañado pero concrete. Realmente empujado por el hambre, deje su trabajo en el campo, dirigiéndose a Asunción. Allí no pudo aguantar más de un mes, a pesar de que tuve suerte al principie, al conseguir trabajo de panadero. También su mujer le ayudaba vendiendo “cosas” en la calle con la canasta —hizo ademán de cargarla en la cabeza- pero ni con lo que ganaban les des les alcanzaba para comer. Se arreglaban con una sopa que cocinaban con un kilo de hueso sin carne y con un puñado de arroz, un zapallito, una cebolla y un poco de perejil.
Expresándose con paciente deferencia, dije a Godoy que compraban galleta y no pan. Y explicó, en su estilo detallista, que con una galleta los chicos están dos o tres horas mordiéndola, tan dura es, mientras que el pan es blando y un kilo —dijo— se come en un minuto. Así que es mejor galleta. Leche, no hay —agregó—, aunque a veces se consigue, pero en polvo. Clare que no la usaban disuelta, como dice en la caja, en ocho litros de agua, sino en veinte.
— Hay que engañar a los chicos, ya que a los grandes no se puede -fue su conclusión.
Quería decir que engaliaban el hambre de los chicos dándoles lo poco que conseguían, privándose ellos. Y agregó que allá se comía mucha fruta de chupar: naranjas agrias y naranjas dulces, mangos, pomelos. La fruta abunda y hasta hacia poco ni debían pagarla, aunque últimamente también se había convertido en mercadería que se vendían y cobraban.

CAPÍTULO 7
Así ocurrió. Una mañana cualquiera Buenos Aires descubrió un espectáculo sorprendente: al pie de los empinados edificios de su moderna arquitectura se arremolinaban infinidad de conglomerados de viviendas miserables, una edificación enana de desechos inverosímiles. Podía creerse en la resurrección de las tolderías indias, a las que se asemejaban. Ni desde los más altos rascacielos se habían podido divisar hasta entonces esos rancheríos. ¿O se había preferido no verlos? Lo cierto era que su presencia ya no se podía ignorar o disimular. Creerías que habían venido desde sus pagos provincianos para recordar su existencia. Las columnas se habían detenido en ese teórico foso de defensa que constituye la avenida General Paz, una bella ruta que como un rio de asfalto entre arboledas y césped circunvala la ciudad. Y hasta algunos de esos barrios liliputienses llevados por el ímpetu de su marcha habían alrevesado ese límite. La invasión se realizó por varios puntos. Por el norte desde Saavedra, y en el barrio de Belgrano, muy cerca de la más bella zona residencial de la ciudad; por el Riachuelo, introduciéndose profundamente, y encadenándose con otras villas hasta el barrio de Flores; por el oeste, en las proximidades de Liniers, a uno y otro lado de la calle Rivadavia, columna vertebral de Buenos Aires. Pero también irrumpió hasta algún lugar céntrico, a no muchas cuadras de la Plaza de Mayo y la Casa de Gobierno.
Se estaba produciendo un cambio en el país y ése era uno de sus signos visibles. Ese cambio se proyectaba desde la capital y refluía sobre ella. Buenos Aires se había convertido de pronto en una ciudad congestionada por la afluencia de una doble corriente humana. Procedía una de Europa. En el periodo que precedió a la segunda guerra mundial, mientras ésta se desarrollaba, así como a su terminación, arribaron importantes contingentes que no pueden calificarse exactamente de inmigratorios porque eran muy distintos a las densas columnas de trabajadores que llegaron a fines del siglo pasado y a comienzos del actual, procedentes de sectores proletarios y campesinos, y comenzaban por integrarse en iguales núcleos de nuestro país, aunque después evolucionaran económicamente. Ahora era diferente el nivel social de los que llegaban. Esquematizando pudiera decirse que vinieron primero las víctimas del nazismo, en la etapa del auge hitleriano sobre una Europa inerme. Luego, terminada la contienda, arribaron remanentes de los sectores nazi-fascistas transitoriamente vencedores y que terminaron siendo derrotados. Mucho escombro de aquel derrumbe vino a caer de este lado del Atlántico.
La otra corriente humana, aquella que se estacioné en los umbrales de la capital, proceda del interior de la república y también de los países vecinos. Porque el gran movimiento migratorio interno que se ponía en marcha incluía a las naciones limítrofes. Los que venían de Chile ensanchaban las villas miserias del sur de la república, desde Bahía Blanca para abajo. Los que procedían de Bolivia y del Paraguay, fueron a parar a lo que se llama el Gran Buenos Aires, es decir, la capital y sus alrededores. La corriente migratoria del nordeste y del noroeste sigue espontáneamente el rumbo hacia la cuenca del Plata. Acaso este movimiento, tal como se cumplió y se sigue cumpliendo, demostraría una unidad natural por encima de la división nacional, de lo que fuera el Virreinato del Rio de la Plata el cual por un curioso destino histórico, en un momento de plenitud de la Argentina, aparece reconstituido por el origen del elemento humano que colma las villas miserias que rodean a su capital.
El crecimiento industrial que impulsa este movimiento comenzó durante la segunda guerra mundial. Ya había pasado esto en la del 14 pero esta vez el incremento llevaba un ritmo más poderoso, lo que no quiere decir que fuera planificado. El país aprovecho como pudo la oportunidad que se le presentaba. Tradicionalmente productor de carne y de cereales, logré modificar su estructura económica, pues sus obligados proveedores de maquinaria y combustible que eran los mismos que adquirían sus productos agropecuarios, estaban primordialmente consagrados al esfuerzo de sobrevivir en esa guerra. No podían producir las maquinarias que necesitábamos y al mismo tiempo dependían vitalmente del trigo y de la carne que podíamos enviarles. La lucha resulté más larga y más dura que la primera. El progreso industrial argentino se cumplió desordenadamente y, sin distribuirse en todo el país, siguiendo una línea tradicional de deformación del equilibrio nacional se concentré sobre todo en Buenos Aires. En la misma forma turbulenta crecieron los barrios de trabajadores que seguían llegando sin interrupción.
No siempre venían directamente de las áreas rurales, despoblándolas totalmente de agricultores, o dejando sin peones las estancias. En los alrededores de las ciudades del interior existían desde mucho antes grandes ranchadas, que anticiparon las villas miserias capitalinas y que hubieran merecido con más justicia ese nombre porque ellas si eran expresión de la extrema pobreza del medio. Estaban ocupadas por una especie de lumpen formado por individuos que el campo no alcanzaba a incluir y alimentar y que tampoco llegaba a tener un lugar y trabajo en la ciudad de provincias. Se agolpaban entonces a sus puertas y malvivían de changas y trabajos circunstanciales, en actividades en las que estaba comprometida su dignidad humana. Pero no era por su gusto que así vegetaban en su lugar de origen, al amparo de esos embalses de la oleada migratoria interna, desbordados luego en la etapa de la industrialización.
Aproximadamente desde 1945 Buenos Aires advirtió su propio crecimiento en detalles visibles que afectaban a sectores mayores y menores de la población. Era también efecto de la prosperidad de aquella inflación inicial. Así ya no fue posible ir un sábado de noche al cine o al teatro sin reserva previa de localidades. Parecida dificultad se presenté para ocupar una mesa en un restaurante, a todas horas llenos. Los problemas más graves se manifestaron en el transporte y la vivienda. Los vehículos de la ciudad registraron el exceso de población. Los subterráneos y los trenes del servicio urbano reventaban de gente. Siempre iban repletos, y en las horas que correspondían a la entrada y salida de las fábricas y oficinas, el apretujamiento era ya no molesto sino indecoroso, inhumano. Más que subir, la gente asaltaba los trenes. Se viajaba colgado, desbordando las puertas, con el peligro consiguiente.
Veinte años atrás, alquilar un departamento no era en Buenos Aires difícil. Pero de pronto paso a la historia el clásico papel (los porteños nunca usaron su nombre castizo de albarán) que en las puertas o ventanas anunciaban una pieza o departamento desocupados. La edificación no se babia detenido, sin embargo, y muchas construcciones modernas se alzaban en la ciudad realmente renovada, pero estaban únicamente al alcance de los sectores acomodados. La clase media se mantenía en las anteriores viviendas de alquileres congelados. Los trabajadores que llegaban del interior solo en el primer momento con siguieron ubicación en piezas de casas de vecindad o los más populosos conventillos.
Al intensificarse la división de extensos terrenos y quintas que rodeaban la ciudad, al solo impulso de la iniciativa individual, surgieron nuevos barrios de normal apariencia, constituidos por la casita tradicional y la residencia tipo chalet, que se integraron en la fisonomía común de Buenos Aires, mejorando su aspecto. Pero al mismo tiempo, como oscuros remansos formados por los excedentes humanos que en torrente iban afluyendo, fueron apareciendo los barrios de emergencia que se caracterizaban por otro tipo muy distinto de construcción, elemental y primitiva, pero de ladrillo que levantaba el inmigrante europeo.
Con rapidez increíble se completaba esta forma nueva de colonización de extensiones descampadas que aún quedaban en los suburbios dentro y fuera de la ciudad. Aparecía de pronto un ranchito solitario, perdido en la vastedad del baldío. Al día siguiente nuevas casillas se le habían arrimado, y el crecimiento se notaba acelerado al reaparecer el paisaje cada mañana, culminando la proliferación el sábado y el domingo. Cuando se reiniciaba la semana, el baldío estaba cubierto por el extraño conglomerado surgido a ras de tierra. Era la floración fulminante de un barrio nuevo que parecía nacer viejo y envilecido.
Pero esas construcciones inseguras, frágiles, degradadas, eran viviendas de seres humanos.

CAPÍTULO 9
— ¡Ah!, pero oigan esto. “Que a raíz de haber efectuado —la voz de Evelio Pastor tomaba giros grotescos al leer el escrito de la demanda— un viaje al interior del país, a mi regreso encontré el terreno referido de mi propiedad y cuya posesión habían ejercido sin oposición, y en forma pacífica, continuada y tranquila, ocupado por diversos intrusos que sin autorización de nadie —fíjense, compañeros, sin autorización de nadie— y sin ánimo de poseer se habían allí instalado”. Nosotros, sin ánimo de poseer, y él, poseedor tranquilo, tranquilo.
La expresión de Pastor siempre era confusa en castellano, pues hablaba ligero y como si tuviera la boca llena de piedras y en esta lectura realizada con voz artificiosa se le entendía aún menos que de costumbre de modo que solo atendían a sus muecas, y a las contorsiones del cuerpo que las completaban. Provocaba grandes carcajadas. Fabián, para contrarrestar la jarana, con un ademán que pedía silencio dijo calmoso en voz baja: 
— Ahí está la mentira de ese hombre. Y la mala fe. Todos sabemos que compro el terreno con nosotros dentro.
— Nosotros le hicimos el terreno, porque él compro un bañado.
— No hay como tener suerte. Primero trabajamos nosotros para él, después el gobierno. Le entubaron el arroyo que ahora es calle.
— Y usted qué habla, compañero Ayala, si usted no es más que un “intruso” —lo interrumpió Pastor.
Y agitaba el papel con una mano mientras indicaba algún párrafo con el índice de la otra.
— Que lea Benítez —propuso, cansado.
— Que lea Fabián —dijo Isolina, mezclada al grupo.
Benítez no quiso leer, y Fabián, riéndose también, arrebato el papel a Pastor, y después de repasarlo para sí unos minutos —todos, dejando de reír, siguieron en silencio expectante su examen del texto de la demanda— dijo lentamente:
— No somos nada, como dicen los porteños. Qué poco valemos. Este hombre debe de haber comprado el bañado por muy poco, porque nosotros ya estábamos acá. Nosotros no aumentamos el valor del terreno, y eso debiera darnos un poco de vergüenza, lastima nuestro amor propio.
Pretendían desalojarlos judicialmente y Fabián quería que escucharan la demanda. Y dispuesto a leerles todo el escrito, dijo:
— Bueno, este Pastor me contagio las ganas de leer. Oigan esto: “En el proceso mencionado la seccional de policía ha dejado constancia en su informe objetivo y pericial —pericial, ¿por qué?, ¿acaso no vinieron a oler? — que tales intrusos se caracterizan por su afición a las bebidas alcohólicas y las peleas, gozando en el vecindario de muy mala fama, por todo lo dicho y por su poca de dedicación al trabajo”. En adelante, Evelio, usted me toma solo bebidas sin alcohol y si es posible nada más que Coca Cola. Pero oigan lo mejor: “En dicho conglomerado —atención, esto es un con-glo-me-ra-do la higiene y la moral no pueden existir en forma alguna, siendo las viviendas por ellos construidas de carácter precario y sin detalles de higiene de ninguna clase, lo que constituye un gran peligro social y foco de enfermedades, epidemias, que pueden alcanzar caracteres de suma peligrosidad y riesgo.”
Insensiblemente iba cambiando de voz y después de una pausa en que le vieron mover la cabeza a derecha e izquierda y arriba y abajo, leyó el final del escrito con seriedad:
— “Demás esta señalar que las gestiones personales que he realizado para obtener el desalojo de los ocupantes no han dado resultado favorable y que el daño que esta situación me produce es extraordinaria, en razón de precisar dicho inmueble para la instalación de mi establecimiento industrial que funciona actualmente en mi domicilio real de la Capital Federal, cuya ampliación estoy contemplando seriamente, conjuntamente con otras entidades comerciales e industriales de que formo parte.”
Fabián había comprendido y quería que también los demás lo entendieran; aquella espantable razzia que habían soportado, se realizó para cumplir un requisito judicial que permitiría seguir el pleito para desalojarlos. La angustia del despertar sobre saltado, el terror de chicos y mujeres, el arreo de los hombres como animales y su trato como si fueran delincuentes. En la misma demanda se citaban los artículos, cuyo cumplimiento se había logrado de ese modo. Era el pretexto legal que dio el procurador al comisario, que, por su parte, considero saludable tal ejercicio de intimidación sobre esa gente. Pero la exigencia del procurador y su cumplimiento por el comisario traducían además la actitud mental del señor Groso, propietario del terreno. La obligación de establecer la identidad de todas las personas que allí vivían para poder de mandarlas una a una le parecía imposible al señor Groso por un camino normal. Nunca había penetrado en la ciudad enana y desde afuera la imaginaba una ciudadela energía, y a Ia vez un reducto de criminales. Le fascinaba ese mundo pero se conformaba con imaginárselo, y aunque con frecuencia, como esa tarde, rondada por allí, descartaba absolutamente el entrar, del mismo modo que nunca había pensado pasear por el anillo de Saturno. La entrada por la Avenida era un angosto corredor de piso de tierra que solo descubrían quienes lo conocían. El solar delantero, el que daba a la calle, era el local de ventas de un fabricante de casillas de madera, versión porteña muy simplificada de las casas prefabricadas. Detrás estaba el barrio y el señor Groso lo imaginaba como una toldería levantada por gentes no menos feroces que los indios, cuyos rasgos exteriores en cierto modo les atribuía. Si por algunos detalles entrevistos, por ejemplo esa niña que salía con un sifón, evidentemente rumbo al almacén, no parecía tener ninguna vinculación con el desierto, el imaginativo señor Groso creía que ese barrio que invadía su terreno recordaba al menos a esos pueblos que tienen mucho de campamento que se ven en las películas del Oeste. Pero lo que realmente le preocupaba ahora era recordar la cantidad exacta de metros cuadrados de .su propiedad que de pronto se le había olvidado, aunque sabía que en conjunto eso era una buena manzana completa. Y se había olvidado la medida, pues la demanda hablaba de lotes y al delimitarlos cuidadosamente, dividía el conjunto. Tantos metros sobre tal calle y tantos sobre la otra. Se especificaba la existencia de varios tramos, y se transcribía la inscripción en el catastro. En definitiva, eran varias fracciones de forma irregular que se sumaban unas a otras, como que estaban todas en el mismo lugar. No había querido recurrir a los papeles como si quisiera obligar a su memoria al esfuerzo. Pero la cifra exacta le rehuía. Metió finalmente la mano en el bolsillo interior. Sí; tres fracciones daban sobre el arroyo Maldonado. Figuraba, además, una franja “A”. Y una anotación en que se reproducía la del catastro: Circunscripción VI, sección G, manzana 2, parcela 6. En total, 9.897 metros cuadrados. La compra parecía incierta en el primer momento, luego se formalizo, y el desembolso resulto mínimo. Cuando fue definitivamente suyo, entubaron

el arroyo y se valorizó enormemente el extenso terreno. Pero esos intrusos tomaban ilusorio su do minio. Debía conformarse con esta inspección a la distancia y bien sabía que el mirar no era suficiente para tomar posesión. Sin embargo el mecanismo de la ley, ya en marcha, prometía alguna solución, lejana pero segura. Dirigió un último vistazo a esa entrada que se disimulaba sola, a tiempo para ver a Paula que regresaba con el sifón que había ido a comprar.